Viaje a Oriente Hermann Hesse Como en todos los viajes iniciáticos, en El viaje a Oriente lo que cuenta no es la meta esquiva e imprecisa, sino el recorrido en sí mismo, el proceso que lleva a sus protagonistas hacia el descubrimiento de una nueva realidad, que pasa por la muerte simbólica y el renacimiento espiritual. Esta novela es, junto con Siddharta, la más importante contribución de Herman Hesse al tema del desarrollo interior del hombre y la búsqueda del sentido de la existencia. Se trata de una novela breve claramente alegórica, en el que un singular viaje colectivo hacia Oriente, una especie de mística Cruzada emprendida por una misteriosa hermandad, sirve de base para un vigoroso y poético alegato a favor de otro tipo de relaciones, más auténticas y profundas, con uno mismo y con el mundo. Es un viaje fantástico que, como los viajes de la imaginación y de los sueños, se salta las barreras del espacio y del tiempo, pues su objetivo no es otro que el de englobar la experiencia humana en un todo armonioso y significativo. Hermann Hesse Viaje al Oriente (Novela) A Hans C. Bodmer y su esposa Elsy Título original: DIE MORGENLANDFAHRT Traducción de Víctor Scholz Portada de C. Sanroma Primera edición: Enero, 1979 © 1971, PLAZA & JANES, S. A., Editores Virgen de Guadalupe, 21–33 - Esplugas de Llobregat (Barcelona) Printed in Spain Impreso en España Depósito Legal: B. 44.598-1978 ISBN: 84-01-44222-2 GRÁFICAS GUADA, 5. A. Virgen de Guadalupe, 33 Esplugas de Llobregat (Barcelona) Scan: el_gato Corrección: fiosue Mayo.2004 Capítulo primero Fue el destino quien me deparó aquella fabulosa aventura. Pertenecía al Círculo y, como miembro del mismo, participé en aquel viaje único, cuyos milagrosos incidentes brillaron i como meteoros, para sumirse rápidamente en el olvido por el camino del descrédito. Esta coyuntura me anima hoy a intentar la descripción, breve y concisa, de aquella increíble odisea; odisea que desde los tiempos de Hüon y de Roldan el Furioso no ha sido llevada a cabo ¿por ningún hombre hasta el presente: esta época turbia, llena de desesperanza y, a la vez, fructífera de la posguerra. No creo engañarme al respecto a las enormes dificultades, no me refiero tan sólo a las que pueden surgir desde un punto de vista subjetivo, aun admitiendo que, por sí solas, ya han de ser considerables. Piensen que no, dispongo de ningún punto de apoyo firme — dato, documento, diario de viaje—, y que, en el transcurso de estos difíciles años, rebosantes de infortunios, enfermedades y desgracias, se han esfumado también gran parte de mis recuerdos. Los golpes adversos del destino, los continuos descorazonamientos, han ido minando mi memoria, así como la ciega confianza que antaño tenía depositada en ella, hasta debilitarla lamentablemente. Pero, prescindamos «4Í5 estas cuestiones personales. Aun así, me encuentro ligado por mi antiguo juramento, y si bien tal juramento no me priva en absoluto narrar mis aventuras personales, me prohibe en cambio, revelar cualquier secreto referente al Circuló. No ignoro que, al parecer desde hace tiempo, el Círculo no tiene una existencia visible. Sin embargo, pese a que no he vuelto a ver a ninguno de sus miembros, ninguna tentación o amenaza podría obligarme a quebrantar mi juramento. Por el contrario, si en el presenté o en el futuro fuera conducido ante un tribunal militar y me colocasen en la alternativa de dejarme matar o de revelar los secretos del Círculo, ¡con qué ardiente alegría moriría sin despegar los labios! Quiero hacer constar aquí, de un modo incidental, que desde la publicación del Diario de Viaje del conde Keyserling, han aparecido diversos libros, cuyos autores, unas veces sin percatarse de ello, otras deliberadamente, producen- la impresión de ser miembros del Círculo y de haber participado en el viaje a Oriente. Las extravagantes descripciones turísticas de Ossendowski también cayeron bajo esta honrosa sospecha. Pero todas estas publicaciones no guardan la menor relación con el Círculo y con nuestro viaje a Oriente. A sus autores, en el>mejor de los casos, les unen con el Círculo las mismas relaciones marginales que ligan a los prédicas-dores de pequeñas sectas religiosas con el Salvador, los Apóstoles y el Espíritu Santo, y cuyos favores especiales aseguran disfrutar. Es muy posible que el conde Keyserling haya dado la vuelta al mundo rodeado de las máximas comodidades, también es probable que Qssendowski recorriera todos los países que menciona, pero no cabe la menor duda de que en ambos casos sus viajes no fueron ninguna maravilla y que tampoco descubrieron regiones desconocidas. Por el contrario, en varias etapas de nuestro peregrinaje por Oriente, sin recurrir a los vulgares medios de comunicación modernos utilizados para el transporte en masa — los, trenes, los barcos, el telégrafo, el coche, el avión—, nosotros penetramos realmente en las esferas de lo heroico y de lo mágico. Fue poco. después de la terminación de la Guerra Mundial, cuando en el modo de pensar de los pueblos vencidos se había producido un estado extraordinario de irrealidad, una predisposición hacia todo lo sobrenatural, aunque concretamente, sólo en muy pocos lugares fueron arrolladas las fronteras y se intentasen algunos pequeños avances en el reino de la futura Psicocracia. Nuestra travesía del mar de la Luna hacia Famagusta, bajo la dirección de Alberto el Grande, el descubrimiento de la Isla de las Mariposas, doce líneas detrás de Zipangu, la sublime fiesta del Círculo ante la tumba de Ruediger; todo esto constituyen hechos y aventuras como sólo una vez les fueron dadas vivir a los hombres de nuestro tiempo y de nuestro continente. Aquí, según veo, tropiezo con una de las mayores dificultades de mi narración. Sería relativamente fácil hacer comprender al lector la región en que se desarrollaron nuestras hazañas, la parte del alma a que pertenecían, si me fuera posible revelarle los secretos íntimos del Círculo. Pero el juramento sella mis labios y, debido a esto, muchas cosas, tal vez todas, le parecerán increíbles e incomprensibles al lector. Pero, aunque parezca paradójico, lo que en sí mismo es imposible, debe de ser intentado siempre de nuevo. Estoy en todo de acuerdo con Siddartha, nuestro sabio amigo de Oriente, que una vez dijo: «Las palabras no sirven para explicar un sentido secreto; siempre lo modifican algo, lo falsifican, lo ridiculizan. Esto es indudable, pero también lo es que aquello que para un hombre representa su tesoro y su sabiduría, le parece a otro una locura. Ya hace siglos que los miembros y los historiadores de nuestro Círculo se vieron ante esta misma dificultad, aunque supieron afrontarla valientemente. Uno de ellos, uno de los Grandes, lo ha expresado de la siguiente forma en sus versos inmortales: Quien mucho ha viajado, habrá visto a menudo cosas, muy lejos de aquello que consideraba como verdad. Si luego lo narra por los prados de su patria, casi siempre le tildarán de embustero, pues el cretino no se fía de nada si no lo ve por sí mismo claro y detallado; ya imagino que la inexperiencia dará muy poco crédito a mi canción. Esta «inexperiencia» ha motivado también que nuestro viaje no sólo haya sido olvidado por la opinión pública, siendo así que antaño excitó la imaginación de millares de hombres hasta el éxtasis, sino que su recuerdo sea considerado hoy tabú. Pero en fin, la historia nos ofrece muchos ejemplos semejantes. La historia de la Humanidad me parece a veces un enorme pliego de láminas que reflejasen la nostalgia más vigorosa y obcecada del hombre: la nostalgia del olvido. ¿No intenta borrar cada generación todo lo que a la anterior le parecía más importante, empleando para ello la coerción, el silencio y la burla? ¿No lo acabamos de vivir últimamente? Recordemos la forma en que una guerra terrible, cruel y larga ha sido olvidada, negada, reprimida y borrada por pueblos enteros, y cómo estos mismos pueblos, ahora que se han recuperado un poco, tratan de recordar de nuevo mediante excitantes novelas de guerra aquello que ellos mismos provocaron y sufrieron. Llegará también el día en que las hazañas y los padecimientos de nuestro Círculo, hoy olvidados o bien ridiculizados por el mundo, sean descubiertos de nuevo. Mis anotaciones servirán para ello. Una de las peculiaridades de nuestro peregrinaje a Oriente fue que, a pesar de perseguir con éste viaje unos fines colectivos muy concretos y elevados (los mismos pertenecen a los secretos del Círculo y me es imposible revelarlos aquí), cada uno de los participantes podía tener al mismo tiempo sus propios objetivos. Es más, debía de tenerlos, ya que nadie podía participar en el viaje sin estos objetivos particulares. Cada uno de nosotros, mientras parecía perseguir un ideal y un objetivo comunes y combatir bajo una misma bandera, llevada en sí como fuerza intrínseca y como último consuelo, sus propios y necios sueños de la infancia. El objetivo particular que me impulsara a mí a emprender el viaje, y por el cual fui preguntado antes de mi admisión en el Círculo por la Gran Silla, era extremadamente sencillo, en tanto que otros miembros se habían propuesto alcanzar fines que, aunque yo respetaba, no acababa de comprender del todo. Uno de ellos, por ejemplo, era buscador de tesoros y en su mente no alberga otro pensamiento que el de descubrir un gran tesoro al que llamaba «Tao»; a otro, se le había metido en la cabeza cazar una determinada serpiente, la cual, según decía, poseía poderes mágicos y a la que él llamaba «Kundalini. La finalidad que yo me había propuesto presentaba el objetivo de toda mi vida; que era realizar el sueño de mis años de adolescentes: ver a la princesa Fatme y, si ello me era posible, conquistar su amor. Por la época en que tuve el honor de ser admitido en el Círculo, es decir, poco después la terminación de la Gran Guerra, nuestro país estaba lleno de salvadores, de profetas Y discípulos, así como de presentimientos del próximo fin del mundo y de esperanzas en el comienzo del Tercer Reich. Conmovidos por la guerra, desesperados por la miseria y el hambre, profundamente defraudados ante todos los sacrificios de sangre y bienes materiales, al parecer inútiles, nuestro pueblo se sentía predispuesto a las falsas lucubraciones mentales, lo mismo que a seguir las nobles aspiraciones del alma. Se creaban sociedades de baile en las que tenían lugar verdaderas bacanales, mientras que los anabaptistas organizaban sus fuerzas de combate. Poderes ocultos impulsaban a muchos hacia el más allá y hacia los milagros. Existía, al propio tiempo, un interés enorme por conocer los secretos y los cultos de la India, de la vieja Persia y de otros países orientales, y fue precisamente esto lo que llevó a mucha gente a pensar que nuestro Círculo, este Círculo tan antiguo, era simplemente una de esas plantas que la moda propaga rápidamente para luego de unos años de vigencia, despreciarlas y tildarlas de absurdas, hasta hacerlas caer en el olvido. Pero para los fieles, para sus discípulos, esto no ' tiene gran importancia. ¡Recuerdo perfectamente aquellos solemnes momentos, cuando, después de un año de prueba, pude presentarme ante la Gran Silla! iniciado por el Orador en el plan del viaje a Oriente, al que desde un principio me entregué: en cuerpo y alma, me interrogaron amablemente acerca de lo que yo esperaba de aquel viaje al país de las maravillas. Enrojecí, pero, sincero y sin el menor titubeo, expuse ante los Superiores reunidos mi deseo de ver a la princesa Fatme con mis propios ojos. El Orador entonces, interpretando los signos de los encapuchados, posó su mano sobre mi frente, me bendijo y pronunció las palabras de ritual que confirmaban mi admisión como hermano del Círculo. — «Anima pía» — me dijo, y me exhortó a la fidelidad en la creencia, al valor del héroe en el peligro y al amor fraternal. Preparado concienzudamente durante mi año de prueba, presté juramento, y abjuré del mundo y de sus creencias equívocas. A continuación colocaron en mi dedo el anillo del Círculo, en el que aparecían cinceladas las palabras de uno de los más bellos capítulos de la historia de nuestro Círculo: En la tierra y en el aire, en el agua y en el juego, le están sometidos los espíritus; su presencia asusta y domina a los monstruos más feroces, y el mismo Anticristo, temblando se le acerca, etc., etc. Una vez admitido, sentí, con gran alegría que se me caía una de las vendas colocadas ante mis ojos, tal como se me había anunciado. Obedeciendo las instrucciones de los superiores, me uní a uno de los grupos de diez que continuamente cruzaban el país para reunirse con la gran cruzada del Circulo. Inmediatamente penetré en uno de los secretos de nuestro viaje. En el acto me percaté de que si bien en apariencia me había sumado a una peregrinación a Oriente, a un viaje concreto y único, en realidad, en el sentido más elevado y genuino, la cruzada a Oriente no era simplemente aquella en la que yo intervenía y no sólo la presente, sino que participaba de una cruzada de los creyentes hacia el Este hacia la patria de la luz, que estaba haciendo su camino desde hacía siglos. Era una marcha eterna hacia la luz y hacia el milagro, y cada uno de nosotros, cada uno de los componentes del grupo, todo nuestro ejército — una simple ola en la eterna marejada de las almas—, era la eterna nostalgia de los espíritus hacia Oriente, hacia la patria. Este conocimiento me atravesó como un rayo, despertando en mi corazón las palabras que había aprendido durante mi año de prueba y que siempre me habían gustado tanto, aunque sin llegar a comprenderlas en realidad, las palabras del poeta Novalis: «¿A dónde vamos? Siempre a casa.»: Entretanto, nuestro grupo había emprendido la marcha. Pronto tropezamos con otros, y cada vez que esto sucedía nos alegrábamos ante el sentimiento de unidad y finalidad comunes. Fieles a las prescripciones, todos vivíamos como peregrinos, sin hacer uso de ninguna de esas instituciones procedentes de un mundo entontecido por el dinero, los números y el tiempo, y que vacían la vida de todo su contenido; me refiero al mundo de las máquinas, tales como los ferrocarriles, los relojes y cosas por el estilo. Otra de nuestras prescripciones, tomada por acuerdo unánime, nos obligaba a visitar y» a honrar todos aquellos lugares y monumentos que tuvieran alguna relación con la vieja historia de nuestro Círculo y sus creencias. Todos los parajes y monumentos sagrados, iglesias, tumbas que encontrábamos por el camino, eran visitadas y festejadas por nosotros. Adornábamos las capillas y los altares con flores, honrábamos las ruinas con canciones o con una muda contemplación, y recordábamos a los muertos con músicas y plegarias. Muchas veces fuimos molestados y ridiculizados por los infieles, pero también otras muchas sucedía lo contrario: los capellanes nos bendecían y nos invitaban a sus mesas; los niños se adherían alegremente a nuestra comitiva, aprendiendo nuestras canciones y despidiéndonos con lágrimas en los ojos cuando llegaba el momento de la partida; algunos ancianos nos descubrían monumentos del pasado olvidados o nos relataban las leyendas de su región; y muchos jóvenes- nos acompañaban durante un trecho de nuestro peregrinaje, a la vez que nos exponían sus deseos de llegar a pertenecer algún día a nuestro Círculo. A todos les dábamos consejos y les explicábamos los primeros ejercicios y las costumbres del noviciado. Los primeros milagros llegaron a nosotros directamente o bien nos enteramos de ellos por relatos o leyendas. Un día — yo todavía era un novicio—, se habló de que en la tienda de nuestros jefes se encontraba de visita el gigante Agramant, quien trataba de convencerles para que nos dirigiéramos a África con el fin de libertar a cierto número de los nuestros que estaban prisioneros de los moros. Pero el primer hecho mágico que vi realmente con mis propios ojos fue el siguiente: Habíamos reposado y elevado nuestras plegarias al cielo en una semiderruida capilla de Oberamt Spaichendor. En la única muralla de la capilla que permanecía en pie, había una gran pintura de san Cristóbal. Sobre sus espaldas, diminuto y medio borrado por el tiempo, se veía al Niño Jesús. Nuestros jefes, como solían hacerlo con frecuencia, no dispusieron inmediatamente la ruta que debíamos seguir, proponiéndonos, por el contrario, que nosotros mismos diéramos nuestro parecer sobre el asunto. Del lugar donde se alzaba la capilla partían tres caminos, y nosotros teníamos que decidir. Muy pocos de los nuestros expusieron su opinión o dieron su consejo, y sólo uno señaló concretamente el camino de la izquierda, legándonos fervorosamente que siguiéramos sus indicaciones. Nada dijimos los demás, esperando la resolución de nuestros jefes. Y fue entonces cuando san Cristóbal levantó la tosca vara que sostenía con su mano y señaló hacia la izquierda, tal como nos lo había propuesto el hermano. Contemplamos a éste sin pronunciar palabra alguna; nuestros jefes emprendieron el camino señalado y todos les seguimos silenciosos y rebosantes de la más profunda alegría. Hacía poco que habíamos emprendido nuestra marcha a través de Suabia, cuando percibimos la influencia de un poder oculto con el que no contábamos y cuyo ascendiente sobre nosotros duró largo tiempo, sin que lográsemos averiguar jamás si se trataba de una influencia nefasta o favorable. Era el poder de los guardadores de la corona, quienes, desde tiempo inmemorial, cuidan del recuerdo y de la herencia de los Hohenstaufen. Ignoro si nuestros jefes sabían más de lo que denotaban saber o si tenían instrucciones especiales. Tan sólo puedo afirmar que en diversas ocasiones recibimos de aquel poder estímulos y advertencias, como la vez en que encontrándonos en una colina del camino hacia Bopfingen, vino a nuestro encuentro un anciano cubierto con una armadura; con los ojos cerrados, movió su canosa cabeza y desapareció de súbito sin dejar rastro visible. Nuestros jefes tuvieron en cuenta la advertencia, dimos la vuelta inmediatamente y no pasamos por Bopfingen. A esta escena muda sucedió otra más expresiva en las cercanías de Urach. Un emisario de los guardadores de la corona apareció, como surgido del suelo, en la tienda de nuestros jefes, y con promesas y amenazas intentó convencerles para que nuestro grupo entrara al servicio de los Staufen, a fin de preparar conjuntamente la conquista de Sicilia. Dicen que, al rechazar nuestros jefes abiertamente tal proposición, el emisario lanzó una terrible maldición sobre nuestro Círculo y sobre nuestra cruzada. Mencionó aquello que entre nosotros mismos sólo nos atrevíamos a comentar en voz baja; los jefes jamás hicieron la menor alusión a estos hechos. De todos modos, creo muy probable que fueran nuestras relaciones poco amistosas con los guardadores de la corona las que motivaron el que durante cierto tiempo nuestro Círculo gozase de la inmerecida fama de ser una sociedad secreta que trataba de conseguir la restauración de la monarquía. En cierta ocasión pudo ver cómo uno de nuestros camaradas se arrepentía, pisoteaba su juramento y volvía de nuevo a la incredulidad. Se, trataba de un hombre joven, a quien yo apreciaba bastante. El motivo personal que le había impulsado a emprender el viaje a Oriente era su deseo de conocer la tumba del profeta Mahoma, del cual había oído decir que, debido a un poder mágico, permanecía suspendida en el aire. En una de aquellas pequeñas ciudades suabias o alemánicas donde permanecimos unos días porque una oposición entre Saturno y la Luna nos impedía proseguir la marcha, tropezó este infeliz, que desde hacía algún tiempo se mostraba triste y oprimido, con uno de sus antiguos profesores, por el que había sentido siempre, desde sus años de escolar, un gran afecto. El viejo maestro consiguió presentarle nuestra causa tal como se les aparece a los infieles. El pobre hombre, luego de una visita al profesor, regresó a nuestro campamento presa de una terrible excitación y con el rostro descompuesto. Comenzó a gritar delante de la tienda de nuestros jefes, y cuando apareció el Orador, arremetió contra él vociferando que ya estaba harto de seguir la estúpida cruzada que, jamás nos llevaría a Oriente, harto de tener que interrumpir durante días enteros nuestro viaje por necias combinaciones astrológicas, cansado de la ociosidad, de los desfiles infantiles, dé las fiestas florales, de aquel darse importancia con la magia y de la absurda combinación de vida y de poesía; harto de todo ello. Arrojó el anillo a los pies de los jefes y se despidió para coger el acreditado ferrocarril y reintegrarse al trabajo útil y a su patria. Resultó un espectáculo triste y angustioso, ante el que nuestros corazones se sintieron oprimidos por la vergüenza y la compasión hacia el ofuscado. El Orador le escuchó amablemente, se inclinó para recoger el anillo y dijo con una voz serena, que debió de avergonzar al infiel: — Te has despedido de nosotros y volverás, por lo tanto, al ferrocarril, a la razón y al trabajo útil. Te has despedido de nuestro Círculo, te has despedido de nuestra marcha hacia Oriente, de la magia, de las fiestas florales, de la poesía. Eres libre; te has desligado de tu juramento. — ¿También de la obligación del silencio? — gritó el infiel en tono violento. — También de la obligación del silencio — le respondió el Orador —. Recuerda: hiciste juramento de silenciar los secretos del Círculo ante los infieles. Y si, como parece, has olvidado el secreto, no podrás comunicárselo a nadie. — ¿Que yo he olvidado algo? ¡No he olvidado nada! — replicó el joven. Pero se le notaba vacilante, y cuando el Orador le volvió la espalda para penetrar de nuevo en la tienda, emprendió rápidamente la huida. Nos causó mucha pena la deserción. Pero aquellos días estuvieron tan repletos de acontecimientos, que lo olvidé todo con asombrosa rapidez. Tiempo después, cuando ya nadie pensaba en aquel muchacho, los habitantes de los pueblos y de las ciudades que atravesábamos nos fueron dando noticias del descarriado. Decían que habían visto a un joven — nos lo describían exactamente tal como era e incluso sabían su nombre—, que nos andaba buscando por todas partes. Primero, les decía que formaba parte de nuestro grupo y que se había rezagado, perdiendo todo contacto con nosotros. Pero luego rompía a llorar y confesaba que se había vuelto infiel y desertado, si bien ahora comprobaba que le era imposible vivir fuera de nuestro Círculo; quería y tenía que encontrarnos de nuevo para postrarse de hinojos ante nuestros jefes y pedirles perdón. Aquí y allá, por todas partes nos contaban la misma historia; a cualquier sitio que llegáramos nos daban noticias del infeliz. Entonces le preguntamos al Orador que opinaba él y lo que sucedería con el joven. — No creo que nos encuentre — respondió el Orador secamente. Y así fue. Jamás nos encontró; nunca más volvimos a verle. Un día, en el transcurso de una charla confidencial con uno de nuestros jefes, me armé de valor y le pregunté qué ocurriría con aquel hermano que nos había sido infiel. — Está arrepentido y nos busca — dije yo —. Debería ayudársele a reparar su falta, seguros de que, en adelante, será el hermano más fiel del Círculo. El jefe opinó: — Será una gran alegría para nosotros si encuentra el camino. Pero nosotros no se lo podemos allanar. El mismo ha colocado ante sí grandes dificultades para que pueda recuperar la creencia, y temo que, aunque pase muy cerca de nosotros, no nos reconozca. Se ha tornado ciego. El arrepentimiento por sí solo no sirve de nada; no se puede conseguir el perdón por el arrepentimiento, el perdón no se puede comprar con nada de este mundo. Lo mismo ha sucedido ya con otros muchos hombres; grandes y célebres personajes siguieron el mismo camino que este joven. En su juventud fueron súbitamente iluminados por la luz, vislumbraron la verdad y siguieron su estrella, pero llegó la razón y con ella la burla del mundo, la cobardía; sufrieron fracasos, cansancio y desengaños y se extraviaron de nuevo, tornándose ciegos. Algunos de ellos han pasado toda su vida buscándonos sin poder dar con nosotros y al final lanzaron al mundo la consigna de que nuestro Círculo era sólo una bonita leyenda, aunque desgraciadamente falsa, y por la que el hombre no debía dejarse seducir. Qtros se convirtieron en enemigos violentos nuestros, difamando y haciendo todo el daño posible a nuestro Círculo. Cada vez que tropezábamos con algún otro grupo del gran ejército de nuestro Círculo, vivíamos unos días maravillosos, pletóricos de entusiasmo. En el campamento se reunían a menudo centenares de millares de fieles. Esto se debía a que nuestra cruzada no avanzaba en un orden concreto, formando una columna cerrada y en una sola dirección. Por el contrario, había infinitos grupos en caminos al mismo tiempo, y cada uno seguía a sus jefes y a su estrella; cada uno de estos grupos estaba dispuesto en todo momento a integrarse en una agrupación mayor y figurar algún tiempo en la misma, como también a seguir completamente solos la ruta. Incluso había algunos fieles que hacían solitarios su camino. Yo mismo marché a trechos solo cuando una señal o llamamiento me indicaba que debía seguir aislado de los demás. Me acuerdo con todo detalle de un escogido grupo junto con el que caminamos un día entero y con el que acampamos. Sus componentes se habían propuesto rescatar a nuestros hermanos, así como a la princesa Isabel, que se hallaba en poder de los moros. Se decía que poseían el cuerno de Hüon y entre ellos se encontraba mi amigo el poeta Lauscher y los pintores Klingsor y Paul Klee; no hablaban más que de África y de la princesa cautiva, y su biblia era el libro de las hazañas de Don Quijote, en cuyo honor pensaban emprender el camino a través de España. Siempre constituía un placer tropezar con un grupo así de amigos, convivir con ellos, asistir a sus fiestas, invitándoles a su vez a las nuestras; escuchar sus hazañas y sus planes, bendecirles cuando partían y saber que seguirían adelante su camino, como nosotros el nuestro. Cada uno tenía un ideal, un deseo puro que cobijaba en lo más íntimo de su corazón y, a pesar de ello, todos formábamos parte de la gran cruzada, teníamos el mismo profundo respeto hacia la misma creencia y habíamos prestado igual juramento. Encontré a Jup, que pensaba hallar la felicidad de su vida en Kaschmir; conocí a Collofino, el mago del humo, que recitaba su párrafo predilecto del aventurero Simplizzisimus; vi a Luis el Cruel, cuyo sueño estribaba en llegar a plantar un jardín de olivos en Tierra Santa y tener esclavos; iba cogido del brazo de Anselmo, que buscaba el lirio azul de su juventud. Encontré y amé a Ninón, conocida por la Extranjera, cuyos negros ojos brillaban bajo sus negros cabellos; tenía celos de Fatme, la princesa de mis sueños, aunque seguramente era Fatme sin ella saberlo. De la misma manera que nosotros ahora, antaño habían caminado los peregrinos, los emperadores y los componentes de las Cruzadas para liberar la tumba del Salvador o para estudiar la magia de los árabes; habían seguido el mismo camino caballeros españoles y sabios alemanes, monjes irlandeses y poetas franceses. Como yo era violinista y narrador de cuentos de profesión, tenía a mi cargo el cuidado de la música en nuestro grupo, y fue entonces cuando descubrí que una época grande eleva al individuo insignificante y aumenta sus poderes. No sólo tocaba el violín y dirigía nuestros coros, sino que me dedicaba también a coleccionar viejas canciones y motivos corales, escribía madrigales para seis y ocho voces y los ensayaba en mi grupo. Pero no es esto lo que quiero contar ahora. Muchos de mis camaradas y de mis superiores llegaron a serme en extremo queridos. Pero ninguno de ellos, aunque por aquel entonces parecía llamar muy poco mi atención, ocupó más tarde mi recuerdo tan profundamente como Leo. Leo era uno de nuestros criados, los cuales, naturalmente, eran todos voluntarios, como nosotros. Nos ayudaba a llevar el equipaje y muy a menudo prestaba servicios personales al Orador. Este hombre, que pasaba siempre inadvertido, poseía algo tan agradable en toda su persona que se hacía querer por todos. Realizaba alegremente su trabajo, silbando o cantando casi sin interrupción, y sólo hacía acto de presencia cuando se le necesitaba; en fin, era el criado perfecto. También los animales le querían; casi siempre llevábamos con nosotros un perro que había seguido a Leo; Leo sabía, además, domesticar a los pájaros y atraer a las mariposas. Lo que a él le impulsaba hacia Oriente era el deseo de aprender el lenguaje de los pájaros por medio de las claves de Salomón. Al lado de varios miembros de nuestro Círculo, que prescindiendo de su valor personal y de su fidelidad a la organización, tenían algo de exagerados, de extraños, de solemnes o de fantásticos, Leo destacaba por su carácter sencillo y natural, con sus mejillas siempre sonrosadas y su modo de ser alegre y modesto a la vez. Lo que más dificulta mi narración es sin duda la gran diversidad de recuerdos. Ya he dicho que a veces nuestro pequeño grupo marchaba solo, pero que otras formábamos una masa ingente al extremo de constituir en ocasiones un verdadero ejército. También he hecho constar que cubrí algunas jornadas en compañía de escasos camaradas, o solo por completo, sin tienda, sin jefe, sin Orador. Otra dificultad es, y grande, que no sólo cruzábamos espacios, sino también épocas. Marchábamos hacia Oriente, pero al mismo tiempo penetrábamos también en la Edad Media o en la Edad del Oro, cruzábamos Italia o Suiza, pero en ocasiones acampábamos en pleno siglo x, junto con los patriarcas o las hadas. En la época de mi peregrinaje solitario, hallé a menudo personas y países de mi vida pasada. Me paseaba con una antigua novia por las orillas del Rin superior, bebía vino con unos amigos de juventud en Tubingen, en Basilea o en Florencia, o era un escolar que hacía excursiones con los compañeros de clase para cazar mariposas o buscar lagartijas. Entre los compañeros de viaje recuerdo también a los personajes de mis libros favoritos: Almanzor y Parsifal montaban a, caballo a mi lado, y también Witiko o Goldmundo, Sancho Panza y los Barkemidas, que me invitaron a marchar con ellos. Cuando tropezaba de nuevo con nuestro grupo, cuando volvía a escuchar las canciones de nuestro Círculo y acampaba ante la tienda de los jefes, entonces veía con diáfana claridad que mi retorno a la infancia o mi paseo con Sancho Panza pertenecían necesariamente a aquel viaje; ya que nuestro objetivo no tan sólo era Oriente, o, mejor dicho, nuestro Oriente no sólo era un país y un concepto geográfico, sino la patria y la juventud del alma, la inmensidad y la nada, el conjunto de todos los tiempos. Pero esto sólo lo comprendía muy de tarde en tarde y en ello estribaba precisamente mi felicidad; en no disfrutar de ella de continuo. Había instantes en que de mí espíritu desaparecía esta sensación inefable, y, aunque lograse abarcar todos sus detalles éstos perdían el significado y el sentido anteriores. Me sucedía algo así como cuando se pierde algo muy bello e irrecuperable y nos parece despertar de un sueño. En mi caso este sentimiento era exacto. Mi felicidad residía realmente en el mismo secreto que constituye la felicidad de los sueños: la libertad de vivir todo lo imaginable simultáneamente, sin cambiar el interior y el exterior, apartando el tiempo y el espacio como simples decorados. Así como cruzábamos el mundo sin valemos de coches ni de barcos, del mismo modo que convertíamos el mundo destrozado por la guerra en un paraíso, de idéntica manera conjurábamos el pasado, el futuro y lo poético en el presente. En Suabia, junto al Bodensee, en Suiza, por cualquier lugar que pasábamos, tropezábamos con gentes que nos comprendían y que de un modo u otro agradecían nuestra presencia, congratulándose de que nuestro Círculo existiera y de que lleváramos a cabo la cruzada a Oriente. Y así, en medio de los tranvías y las casas de Banco de Zurich, nos encontrarnos con Hans C, el descendiente de los noachidas, el amigo de las artes, que conducía valerosamente el arma de Noé guardada por unos cuantos perros muy viejos que atendían todos por el mismo nombre. Y estuvimos en Winterthur — un piso debajo del gabinete mágico de Stoecklin—, visitando el templo chino, y vimos, al pie de la diosa de bronce, arder los palitos de humo mientras escuchábamos el profundo sonido del gong junto al suave tañir de la flauta que tocaba el rey negro. Otra vez, junto al Sonnenberg, encontramos Suon Mali, una colina del rey de Siam, donde, ante los Budas de piedra y de hierro, ofrecimos nuestras plegarias y nuestros sacrificios. Pero uno de los acontecimientos más bellos, fue sin duda la fiesta que dio nuestro Círculo en Bremgarten, rodeados por una estrecha aura mágica. Recibidos por los dueños del castillo, Max y Tilly, nos extasiamos con Othmar, que interpretó obras de Mozart en el piano de cola, y recreamos nuestra vista en el jardín poblado de papagayos y otras aves parladoras. Al lado del manantial cristalino oímos cantar al hada Armida, y junto a la grave cabeza del mago Longus contemplamos el amable rostro de Heinrich von Ofterdingen. Por los jardines se paseaban los pavos reales, y Luis conversó en español con el gato con botas, mientras que Hans Resom, conmovido por el juego de máscaras de la vida, prometió emprender una peregrinación a la tumba de Carlos V. Fue uno de los mayores triunfos de nuestro viaje: habíamos llevado con, nosotros la ola mágica. Los indígenas alababan de rodillas la belleza; el dueño del castillo recitó una poesía que enaltecía nuestras hazañas; junto a las murallas del castillo nos escuchaban los animales del bosque y por el río se deslizaban, en solemne procesión, los peces, a quienes obsequiamos con pasteles y vino. Naturalmente, estos sucesos sólo pueden impresionar a aquellas personas que estén poseídas por nuestro mismo espíritu. Por esto tal vez los hechos relatados suenen pobres y necios en los oídos profanos; pero todos y cada uno de los que vivimos aquellos días mágicos de Bremgarten, podrían confirmar cuanto he dicho, añadiendo por su cuenta mil detalles a cual más bello. Siempre recordaré aquellos días: el reflejo de las colas de los pavos reales en los árboles cuando se mostraba la luna; el brillo de las sirenas junto a las bronceadas rocas de la orilla del río; la figura enjuta de Don Quijote montando la primera guardia bajo los castaños; el brillo de los últimos cohetes por encima de la torre del castillo, bajo el manto negro de la noche; detalles maravillosos que jamás olvidaré. También recuerdo a mi colega Pablo, coronado de rosas, que tañía la flauta persa ante un grupo de muchachas. ¡Oh, quién podía sospechar entonces que nuestro Círculo mágico se desharía tan pronto, que casi todos nosotros — ¡yo también, también yo! — nos extraviaríamos de nuevo en los silenciosos desiertos de la realidad, del mismo modo que los empleados y los comerciantes, después de una bulliciosa fiesta o de una excursión dominguera, vuelven, sombríos y serios, a inclinarse sobre su tarea, reintegrándose a los quehaceres cotidianos! Pero durante aquellos días a ninguno de nosotros se le ocurrieron tales pensamientos. El perfume de las lilas penetraba en mi dormitorio, situado en la torre del castillo. A través de los árboles oía murmurar al río. Yo me deslizaba por la ventana, y rebosante de felicidad y nostalgia, en la profundidad de la noche, pasaba frente al caballero que montaba la guardia, y me dirigía, sin prestar atención a la gente, a la orilla del río, allí donde el rumor de las aguas era más sonoro. Sirenas blancas y deslumbrantes salían a mi encuentro y con ellas me sumergía en un mundo de cristal, donde jugábamos con las coronas y cadenas de oro de sus tesoros. Cuando volvía a salir de aquellas brillantes profundidades y ganaba la orilla a nado tenía la sensación de que habían transcurrido muchos meses y, no obstante, percibía de nuevo, en el jardín, lejano, el sonido de la flauta de Pablo. La luna pendía muy alta aún en el firmamento, y veía a Leo con su cara infantil, resplandeciente de alegría, que jugaba con perros blancos. Más allá encontraba a Longus, sentado entre los árboles, con un libro de hojas de pergamino sobre las rodillas, absorto en la tarea de anotar signos griegos y hebreos: palabras de las cuales surgían dragones y se alzaban serpientes de múltiples colores. No me veía, y continuaba dibujando su mágica escritura de dragones y serpientes. Durante largo rato contemplaba por encima de su hombro las páginas abiertas del libro y asistía al espectáculo que ofrecían aquellos monstruos que nacían y se perdían en el oscuro bosque: — ¡Longus — murmuraba en voz baja—, querido amigo! No me oía; se encontraba muy lejos de mi mundo, estaba abstraído. Más allá paseaba Anselmo bajo los árboles, un lirio en la mano, contemplando, fijo y sonriente, el cáliz violeta de la flor. Algo que ya había observado con anterioridad en el transcurso de nuestro viaje, aunque sin llegar a meditar profundamente sobre ello, volvió a llamarme la atención durante los días de Bremgarten. Había entre nosotros numerosos artistas, pintores, músicos y poetas; entre nosotros estaba el brillante Klingsor. y el inquieto Hugo Wolff, el conciso Lauscher y el profundo Brentano. Pero aunque todos estos artistas, o buena parte de ellos, eran personas sumamente vivaces o agradables, los personajes inventados por ellos resultaban, sin excepción, mucho más vivos, bellos y alegres, y, en cierto modo, más exactos y reales que sus mismos creadores. Pablo aparecía, en su alegre ingenuidad, lleno de vida, tocando su flauta, mientras que su poeta, cual una sombra, vagaba silencioso junto a la orilla del río buscando la soledad. Inquieto y bastante embriagado, Hoffmann andaba entre los invitados hablando sin cesar, pequeño, extraño y, como todos sus colegas, se mostraba impreciso, difuminado, en tanto que el archivero Lindhorst, que para bromear se hacía pasar por un dragón, lanzaba auténtico fuego por la boca y resoplaba como una fragua. Pregunté a Leo por qué razón los artistas aparecían en aquella penumbra, mientras que sus creaciones resultaban mucho más reales. Leo me contempló extrañado; depositó en el suelo al perrito que llevaba en brazos y respondió: — Con las madres ocurre lo mismo. Cuando han parido a sus hijos y les han dado su leche, su belleza y su fuerza, pierden importancia y ya nadie pregunta por ellas. — Pero eso es muy triste — respondí yo, sin meditar mucho sobre el asunto. — Yo creo que no es más triste que todo lo demás — contestó Leo —. Tal vez sea triste, pero también es hermoso. La ley lo exige así. — ¡La ley? — pregunté con repentina curiosidad —. ¿Qué ley, Leo? — La ley del sacrificio. Quien quiera vivir largo tiempo, ha de estar dispuesto al sacrificio. Pero quien quiera mandar, no vivirá mucho tiempo. — ¿Por qué entonces hay tantas personas que ambicionan el poder? — Porque no lo saben. Hay muy pocos que hayan nacido para mandar, y éstos viven sanos y alegres. Pero los otros, los que sólo por su ambición han llegado al poder, éstos terminan en la nada. — ¿En qué nada, Leo? — Por ejemplo, en los sanatorios. Comprendí muy poco de lo que dijo, pero las palabras quedaron grabadas en mi memoria, despertando en mi corazón la sospecha de que Leo sabía muchas cosas, que tal vez supiese mucho más que nosotros, que éramos sus señores. Capítulo segundo A todos los que intervinimos en aquel inolvidable viaje nos extrañó sobremanera la súbita desaparición de Leo, que nos abandonó en medio del terrible desfiladero de Morbio Inferiore. Tan sólo mucho más tarde llegué a comprender, abarcándolos en su conjunto, una parte de los verdaderos motivos y las profundas relaciones de aquellos acontecimientos, quedando demostrado que este suceso, la desaparición de Leo, al parecer baladí, pero, en realidad, de una importancia suma, no era en modo alguno una simple casualidad, sino un eslabón más de la cadena de persecuciones con la que nuestro eterno enemigo trataba de hacer fracasar nuestra empresa. Cuando echamos a faltar a nuestro fiel Leo aquella fría mañana de otoño y las pesquisas para hallarle resultaron infructuosas, no fui yo el único que por primera vez tuvo el presentimiento de futuras desgracias y sucesos amenazadores. Concretando, la situación en aquel momento era la siguiente: Tras una heroica cruzada por media Europa y un período de la Edad Media, acampamos en un profundo valle, un desfiladero salvaje próximo a la frontera italiana, y nos dedicamos a la búsqueda de nuestro criado Leo, desaparecido de una forma harto extraña. Cuanto más le buscábamos y más se esfumaban nuestras esperanzas de dar con él, tanto más nos sentíamos dominados todos por la opresiva sensación de que la desaparición de Leo no tenía ninguna relación con las ideas de accidente, fuga o rapto, sino que aquello significaba el principio de una lucha, constituía el primer síntoma de una tormenta que se cernía sobre nuestras cabezas. Todo aquel primer día lo dedicamos, hasta el anochecer, a la búsqueda infructuosa de Leo. Mientras estas pesquisas nos agotaban físicamente, aumentando al propio tiempo la sensación de desfallecimiento y de inutilidad, — causaba asombro comprobar que, de hora en hora, iba creciendo en importancia la pérdida de nuestro criado, que Leo significaba más y más para nosotros cada vez. No se trataba sólo de que a todos los peregrinos, y sin duda alguna también a toda la servidumbre, nos doliera la desaparición de aquel joven servicial unánimemente apreciado, sino que, cuanto más se confirmaban nuestros temores, tanto más imprescindible nos parecía su persona: sin Leo, sin su buen humor y sus canciones, sin su rostro agradable, sin su gran entusiasmo por nuestra causa, a todos nos parecía que la empresa en sí perdía, por causas desconocidas, algo de su valor. Por lo menos, así me sucedía a mí. Durante el transcurso de aquellos meses, a pesar de los continuos esfuerzos y de algunos pequeños desengaños, no había sufrido ni un momento de desfallecimiento o de duda. Ningún caudillo triunfante, ningún pájaro en su emigración hacia Egipto, podía sentirse más seguro de su objetivo, de su misión, más convencido de la certidumbre de su actuación y de sus aspiraciones, que yo durante aquel viaje. Pero desde la desaparición de Leo, mi ánimo se mostraba inquieto. Esperaba lleno de ansiedad el regreso de algún mensajero, y durante aquel largo día de otoño, azul y dorado, estuve pendiente de los gritos y de las señales, de nuestros guardianes en el funesto, desfiladero, mientras aguardaba la llegada de algún parte o noticia con una tensión que iba paulatinamente en aumento, para sufrir cada vez un nuevo desengaño; mientras contemplaba los rostros desconcertados de mis compañeros, sentí por primera vez en mi corazón algo muy semejante a la tristeza y la duda. Al crecer estos sentimientos se afirmó en mi la certeza de que no era sólo la pérdida de Leo lo que me angustiaba, sino el comprobar que todo se tornaba impreciso y dudoso, que el valor inmutable de las cosas amenazaba con derrumbarse, que todo perdía su sentido: nuestra camaradería, nuestra fe, nuestro juramento, nuestro viaje a Oriente, nuestra vida, en fin. Aunque me equivocara al suponer en los demás la existencia de los mismos sentimientos que a mí me dominaban, aunque más adelante me engañase respecto a mis propias ideas y a mis vivencias y en muchas cosas que sucedieron en realidad, bastante más tarde y que yo subjetivamente situé en aquella fecha, a pesar de todo, existe el hecho asombroso del equipaje de Leo. Prescindiendo de mis impresiones personales, ocurrió algo extraño, fantástico que vino a aumentar considerablemente nuestros temores. Fue lo siguiente: En el curso de nuestra estancia en el desfiladero de Morbio, mientras proseguíamos la infatigable búsqueda del desaparecido, notó primero uno, luego otro, y bien pronto todos, la desaparición de algo importante, de alguna cosa imprescindible en su equipaje. No fue posible encontrar dichos objetos por ninguna parte, y cada cosa que se echaba a faltar se sabía con certeza que tenía que encontrarse en el equipaje de Leo. Pero el equipaje de Leo, como el de todos, se reducía a una simple mochila de excursionista. Sin embargo, no había duda posible, todas aquellas cosas importantes que cada uno de nosotros llevaba consigo en el viaje, se hallaban ahora en la misteriosa mochila que desapareció con su dueño. Aunque se trate de la conocida debilidad humana, que valora excesivamente y considera imprescindible un objeto en el momento preciso de su pérdida aunque en realidad alguno de aquellos objetos que notamos a faltar en el desfiladero de Morbio y cuya desaparición tanto nos había consternado se encontrase de nuevo y su falta no resultara realmente de tanta importancia, nosotros no lo sentíamos así y, con una inquietud justificada, vivíamos pendientes de la desaparición de una serie de objetos que reputábamos de suma importancia. y sucedió que, poco a poco, fuimos encontrando de nuevo, entre nuestras provisiones, aquellos objetos que injustamente habíamos dado por perdidos y sobre cuyo valor nos habíamos equivocado. Si hemos de exponer aquí lo esencial y dejar constancia de lo absurdo de nuestra situación, baste con decir que, en el transcurso del viaje y para bochorno nuestro, muchos de los instrumentos, joyas, mapas y documentos que encontramos a faltar, se nos revelaron después como totalmente inútiles. Parecía como si cada uno de nosotros hubiera forzado a su imaginación a considerar las pérdidas como irreparables, tomando la desaparición de un objeto cualquiera de su pertenencia como lo más importante del mundo, deploran-forzado a su imaginación a considerar las pérdida de su pasaporte, otro de sus mapas, un tercero de la carta de crédito para el califa, otros de esto o de aquello. Al final, cuando volvió a recuperarse todo pieza por pieza- y se reconoció la escasa importancia y valor de los objetos perdidos, pudimos confirmar, con toda seguridad y de un modo definitivo, la pérdida de un documento de un valor incalculable, un documento básico e imprescindible para nuestro Círculo. Pero, en esta cuestión divergían las opiniones. ¿Se hallaba realmente el tal documento en el equipaje de Leo? ¿Lo llevábamos realmente con nosotros? Aunque existiera unanimidad absoluta sobre el gran valor del documento y la gran importancia de su pérdida, muy pocos se atrevieron, entre ellos yo, a afirmar que lo lleváramos con nosotros desde el principio del viaje. Unos opinaban que en la mochila de Leo iba algo parecido, pero que en modo alguno se trataba del documento original, y sí sólo de una copia; los demás estaban dispuestos a jurar que jamás se había tenido intención de llevar el documento original o la copia con nosotros, afirmando que tal cosa hubiera significado una burla al sentido de nuestro viaje. Esto originó calurosas discusiones que trajeron aparejadas una gran cantidad de opiniones contradictorias sobre el lugar donde realmente se encontraba el original, no sabiendo si realmente habíamos poseído la copia o si la habíamos perdido. El documento, se afirmaba, había sido depositado en el Gobierno de Kyhauser. «No — replicaban algunos—, está enterrado junto con la urna que contiene las cenizas de nuestro Maestro.» «¡Tonterías! — replicaban otros —. Este documento fundamental del Círculo fue manuscrito por el Maestro con la escritura especial para esta clase de documentos que sólo él conocía y, por su expresa voluntad, fue quemado conjuntamente con su cadáver.» La cuestión relativa a dónde pudiera hallarse el documento no tenía la menor importancia, ya que después de la muerte del Maestro ningún ojo humano hubiera podido descifrarlo. De todas formas, era muy conveniente saber dónde se encontraban las cuatro — otros decían seis— traducciones del original, que en tiempos del Maestro y bajo su dirección habían sido hechas. Se afirmaba que existía una en chino, otra en griego, una tercera en hebreo y una cuarta en latín, depositadas todas en las cuatro capitales antiguas. Se expusieron aún muchas opiniones y muchos puntos de vista; algunos mantuvieron tercamente sus afirmaciones, otros se dejaron convencer por la argumentación que les ofrecía la parte contraria, para cambiar a poco de punto de vista. En fin, a partir de entonces ya no existió ninguna seguridad y unidad en nuestra comunidad, a pesar de que la gran Idea nos mantenía aún unidos a todos. Me acuerdo perfectamente de aquellas primeras disputas. ¡Era algo tan nuevo e increíble en nuestro Círculo, hasta entonces tan indestructiblemente unido! Desde luego, las desavenencias no influyeron en el mutuo respeto y cortesía: al principio al menos, no se produjeron peleas, reproches personales o insultos; para el mundo exterior éramos una comunidad entrañablemente unida. Oigo todavía las voces, veo aún el lugar donde estábamos acampados y en donde tuvieron lugar las disputas. Las primeras hojas doradas del otoño se desprendían de los árboles para caer en la tierra suavemente. Evoco aquellos rostros desacostumbradamente graves y veo todavía una hoja abarquillada que se posa sobre mi rodilla. Estaba allí y escuchaba las discusiones, sintiéndome cada vez más triste y oprimido. Entre aquellas discrepancias, yo mantenía con gran entereza la fe en mi creencia, la triste certidumbre de que, en efecto, el documento original se encontraba en la mochila de Leo y de que había desaparecido y perdido irremisiblemente junto con el criado. Por desconcertante que parezca, mi credulidad sobre este punto era inconmovible y ello me prestaba una cierta firmeza. Por aquel entonces creí poder trocar esta creencia por otra más esperanzadora. Sólo más tarde, cuando perdí definitivamente esta certidumbre y asimilaba cualquier punto de vista ajeno, comprendí lo que en el fondo significaba este último refugio de mi fe. Pero ahora advierto que estos hechos no se pueden explicar como yo lo hago. Sin embargo, ¿cómo relatar la historia de este viaje único, la historia de una comunidad de almas, la historia de una vida tan sublime y tan repleta de elevados sentimientos? Como uno de los últimos supervivientes de la cruzada, quisiera salvar algo del recuerdo de aquella gran empresa; tengo la impresión de ser uno de aquellos humildes siervos que acompañaban a sus señores — por ejemplo, a Carlomagno— y que conservaban en su memoria una brillante serie de hazañas y de maravillas acaecidas a su señor, pero cuyas imágenes y recuerdos desaparecían con ellos, si no lograban retener parte de los mismos por medio de un cuadro o de la palabra, si no conseguían transmitirlos a la posteridad valiéndose de la canción o del relato oral. Pero, ¿cómo, de qué forma, por medio de qué arte me será posible a mí explicar la historia de nuestro viaje a Oriente? No lo sé. Ya este primer intento, este comienzo emprendido con las mejores intenciones del mundo, me conduce hacia lo incomprensible e inexpresable. Sólo trataba de reseñar lo que había retenido en mi memoria de los distintos acontecimientos e incidentes de nuestro viaje. Al principio, el intento lo reputé fácil. Pero ahora, cuando aún no me ha sido posible explicar gran cosa, me encuentro perdido en este fútil episodio de la desaparición de Leo, con la sensación de que tengo entre mis manos, en lugar de un fino tejido, una complicada madeja de infinitos hilos, para desenredar la cual se precisaría la labor de cien manos durante cien años, sin contar con que cada uno de estos hilos, cuando se le toca y se intenta tirar de él, es tan terriblemente frágil que al menor esfuerzo se rompe entre nuestros dedos. Imagino que a cualquier historiador que trate de anotar los acontecimientos de una época y tenga intención de decir la verdad, debe ocurrirle algo semejante. ¿Dónde encontrar el término justo, que aclare todos los acontecimientos, el denominador común, algo que podamos considerar como punto de apoyo y que dé sentido a la totalidad de los detalles? Para que surja algo que aclare relaciones distintas y aparentemente dispares, algo que transforme la casualidad en casualidad, a fin de que los acontecimientos adquieran sentido en este mundo, el historiador tiene que inventar la unidad: un héroe, un pueblo, una idea. Pero si ya resulta difícil narrar una serie de sucesos realmente sucedidos y confirmados, mucho más ardua es la tarea que yo me he propuesto, pues todos los hechos que relato se deslizan hacia la duda tan pronto fijo mi atención en ellos; todo se borra y se diluye, de la misma manera que nuestra comunidad, la más fuerte de este mundo, pero hoy esfumada, inexistente. Y en parte alguna descubro una unidad, un centro, un eje alrededor del cual pueda girar la rueda. Nuestro viaje a Oriente y la comunidad que llevó a efecto la empresa, nuestro Círculo, son las cosas más importantes, lo único importante de mi vida, algo ante lo que mi propia persona queda completamente anulada. Y ahora, cuando intento anotar y retener los recuerdos de aquella mágica empresa, o al menos una parte de los mismos, tan sólo descubro ante mí un conjunto de imágenes que tiran cada una por su lado. Se reflejan en algo y este algo es mi propio yo, un espejo al que, cuando le interrogo, demuestra ser la nada, la pura superficie de un cristal. Dejo la pluma, con la intención y la esperanza de proseguir mañana o cualquier otro día, quizá para empezar de nuevo desde el principio. Pero detrás de mis intenciones y esperanzas, detrás de esta voluntad inquebrantable de narrar nuestra historia, se alza una duda mortal. La misma que comenzó con la búsqueda de Leo en el desfiladero de Morbio. Esta duda no sólo me hace la pregunta: «¿Es explicable tu historia?» También me interroga de este modo: «¿Pudo ser vivida?» Consolémonos pensando que los combatientes de la Guerra Mundial, a quienes sin duda no les faltaban hechos concretos, ni episodios confirmados por los demás, también llegaron a conocer esta clase de duda. Capítulo tercero Desde que escribí lo anterior no he cesado de meditar sobre mi intento, tratando de llevarlo a feliz término. Por desgracia, no he dado aún con una solución; me encuentro frente al caos. Pero me he jurado no ceder, y mi propósito irrevocable me ha llevado a vislumbrar, durante brevísimos instantes, la imagen de un recuerdo que me ilumina como un súbito rayo de sol. Recordé que, igual que ahora, albergaba en mi corazón los mismos sentimientos de duda cuando emprendimos la cruzada a Oriente; también entonces abordamos una empresa al parecer imposible, también entonces avanzamos a través de la oscuridad, sin rumbo determinado y sin las menores perspectivas. A pesar de ello, brillaba en nuestro corazón, más fuerte que cualquier realidad o cualquier posibilidad, la fe en el sentido y en la necesidad de nuestra aventura. Como un escalofrío me sacudía la añoranza de aquellos sentimientos, y en tales instantes todo lo veía claro, y de nuevo todo me pareció posible. Suceda lo que suceda: he decidido llevar a término mi intento. Aunque tuviese que empezar mi inenarrable historia una y otra y cien mil veces de nuevo, para acabar abocado al mismo abismo, mil veces tornaría a la fatigosa tarea; y aunque las imágenes no formasen un conjunto con sentido propio, siempre trataría de retener con tanta fidelidad como me fuera posible cada partícula de estas imágenes, recordando el primer principio de nuestra gran época, en la que todavía hoy sea posible: no contar nunca, no dejarse engañar nunca por causas razonables, considerar siempre la fe viva más fuerte que la fría realidad., He de reconocer sinceramente que, entretanto, ya he realizado un intento para aproximarme de un modo práctico y razonable a mi objetivo. He visitado a un amigo de juventud que vive aquí, en la ciudad. Se llama Lukas y es director de un periódico de la localidad. Lukas tomó parte en la Guerra Mundial y ha escrito un libro sobre el tema, que ha tenido bastante éxito. Me recibió amistosamente y mostró una evidente alegría al volver a ver a un antiguo compañero de colegio. He sostenido dos largas conversaciones con él. Intenté hacerle comprender de lo que se trataba. Para ello prescindí de todos los rodeos. Le conté que había sido uno de los participantes en aquella gran empresa, de la que sin duda debía tener noticias, el llamado «Viaje al Oriente» o la «Cruzada del Círculo», o como quiera que entonces fuera denominada nuestra gran empresa por la opinión pública. — ¡Oh, sí! — dijo sonriendo con amable ironía. Naturalmente que se acordaba de ello; entre sus amigos se conocía nuestra curiosa aventura con el nombre poco respetuoso de «la cruzada de los niños». Por supuesto, no habían tomado muy en serio nuestras empresa, comparándola con una manifestación teosófica o un movimiento para la unión de todos los pueblos. De todos modos, les habían producido un cierto asombro algunos de los éxitos alcanzados, conmoviéndoles las noticias de nuestra heroica marcha a través de la Suabia superior, nuestro triunfo en Bremgarten, la rendición del pueblo de Tessino e, incluso, alguna vez habían pensado, si no sería posible encauzar nuestro movimiento y ponerlo al servicio de una política republicana. Desgraciadamente, todo pareció esfumarse en el aire; muchos de los jefes abandonaron más tarde la empresa como si se sintieran avergonzados de haber pertenecidos a ella, y no querían ya ni recordarla. Desde entonces, las noticias fueron cada vez más escuetas y contradictorias. A la vista de la situación, habían archivado el asunto, no preocupándose más de él y olvidándolo como a tantos otros movimientos políticos, religiosos o artísticos de los años de la posguerra, época propicia al nacimiento de toda suerte de sociedades secretas con esperanzas y aspiraciones mesiánicas, pero que indefectiblemente caían en el olvido sin dejar el menor rastro. Su punto de vista era claro: opinaba como un benévolo escéptico. Lo mismo que Lukas debían de pensar sobre el Círculo y su viaje a Oriente todos aquellos que, sin haber tomado parte en la gran empresa, hubieran oído mencionar su historia. No era mi intención convertir a Lukas; de todas formas, le di unas cuantas informaciones aclaratorias; por ejemplo, le expliqué que nuestro Círculo no era un producto esporádico de la posguerra, sino un movimiento salvador permanente que cruzaba la historia de la Humanidad, a veces de un modo subterráneo, pero siempre continua e ininterrumpidamente; que ciertas fases de la Guerra Mundial no fueron más que unas etapas en la historia de nuestro Círculo, y, además, que Zoroastro, Lao-Tsé, Platón, Xenofonte, Pitágoras, Alberto el Magno, Don Quijote, Tristán Shandy, Novalis, Baudelaire, habían sido cofundadores y miembros de nuestro Círculo.- Sonrió con la sonrisa característica que yo conocía de sobra. — Bien — le dije —. No he venido para instruirle, sino para aprender. Tengo el firme propósito de pergeñar un breve relato de nuestro viaje, ya que escribir con todo detalle la historia de nuestro Círculo es tarea que sobrepasa mis fuerzas y para la que se precisaría un ejército de sabios profundamente documentados. Ahora bien; por más esfuerzos que realizo no consigo acercarme a mi objetivo. No se trata aquí de capacidad literaria; creo poseerla, aunque, por otra parte, no tenga ambiciones de este tipo. Se trata de lo siguiente: la realidad, aquella realidad que viví con mis compañeros, ya no existe, y aunque los recuerdos de ese viaje constituye lo más valioso y vivo de mi existencia, los veo tan lejanos a mí que los sucesos que rememoran se me antojan ocurridos en otro planeta o en otros siglos, algo así como sueños fruto del delirio. — Ya conozco esa sensación — exclamó Lukas vivamente, y noté que empezaba a interesarle mi charla —. ¡Oh! También yo la he experimentado al intentar revivir mis experiencias como combatiente de la Gran Guerra. Creí haber vivido la guerra de una manera fiel y exacta, estaba sobrecargado de imágenes, la cinta de la película en mi cerebro parecía tener muchos kilómetros de largo. Pero cuando me senté en una silla, ante la mesa, debajo de un techo, cuando cogí la pluma entre mis dedos, entonces los pueblos y bosques arrasados, la miseria y la grandeza, el miedo y el valor, los vientres y los cráneos destrozados, el terror a la muerte y el humor, todo esto me pareció de pronto tan lejano como un sueño que no tuviera relación con nada real y al que no me era posible asir. Usted sabe que, a pesar de todo, he escrito un libro sobre la guerra, y que este libro ha sido leído y bastante comentado. Pues bien: no creo que diez libros de éstos, aunque fueran más detallados y estuviesen mejor escritos, pudieran dar al lector mejor predispuesto una idea aproximada de lo que fue la guerra si el lector no participó en ella. Y no son tantos los que la han vivido. Bastantes de los que «participaron» en ella no la vieron. Por otra parte, muchos, aunque la hayan vivido… la han olvidado. Tal vez porque al hombre, junto con la apetencia de vivir, le domina el ansia, tan fuerte como aquélla del olvido. Enmudeció de pronto. Ahora estaba cabizbajo y meditabundo. Las palabras que había pronunciado confirmaban mis propias experiencias y pensamientos. Con suma preocupación pregunté pasado un tiempo: — Pero, ¿cómo le fue posible a usted, a pesar de todo lo que dice, escribir su libro? Meditó un momento, de regreso de sus propios pensamientos. — Logré escribir el libro — repuso simplemente— porque el libro era necesario. Tenía que escribir el libro o desesperarme; era la única posibilidad de salvación ante la nada, ante el caos, ante el suicidio. Bajo esta presión comencé mi trabajo, el cual me ha proporcionado la salvación que buscaba, sencillamente por esto, porque el libro ha sido escrito. Poco me importa si es bueno o malo; esto es secundario. Mientras escribía no pensaba en los lectores, sino en mí mismo, o, de vez en cuando, en algún compañero de armas. Pero nunca paré atención en aquellos que viven todavía, sino en los que cayeron para siempre en los campos de batalla. Mientras escribía el libro parecía un hombre que delirara o un demente, rodeado por tres o cuatro muertos con los cuerpos destrozados. Así fue creado mi libro. Guardó un breve silencio y, de repente, dio un imprevisto remate a esta nuestra primera entrevista: — Perdóneme usted, no le puedo decir nada más. No; ni una palabra, ni una sola palabra más… Ni puedo, ni quiero. ¡Hasta la vista! Y me acompañó hasta la puerta. En el curso de nuestra segunda charla se manifestó seguro de sí mismo y tranquilo, volvió a mostrar aquella su sonrisa irónica y pareció tomarse cierto interés por mi intento, que aseguraba comprender muy bien. Me dio unos cuantos consejos que me han ayudado bastante. Y, por último, sin concederle gran importancia, al final de nuestra segunda charla, me dio un consejo: — Escúcheme; observo que siempre vuelve al episodio del criado Leo, que parece haberse convertido para usted en una idea fija. No me gusta eso, que puede convertirse en un impedimento que obstaculice sus propósitos. Líbrese de ese recuerdo: arrójelo por la borda. Quise replicarle que sin ideas fijas no se pueden escribir libros, pero él no me escuchaba. Y, sin responderme, me asustó al hacerme esta pregunta inesperada: — ¿Se llamaba realmente Leo? El sudor perlaba mi frente. — Claro que sí — respondí —. Seguro que sollamaba Leo. — ¿Y de nombre? Ahora dudé. — No; de nombre se llamaba…, se llamaba… No lo recuerdo, lo he olvidado. Leo era un apellido, todos le llamábamos así… Continué hablando. Entretanto, Lukas había cogido un grueso volumen que estaba encima de su mesa de escritorio y lo hojeaba. Con asombrosa rapidez encontró lo que buscaba. Su dedo índice se posó sobre una de las páginas. Era una guía de direcciones. Allí donde señalaba su dedo, vi escrito el nombre de Leo. — Mire usted — me dijo sonriendo—: aquí tenemos ya a un Leo. Andrés Leo, Seilergraben 69 A. El nombre es bastante raro; tal vez este Leo sepa algo sobre el que usted conoció. Vaya a verle; quizá le explique algo de lo que usted busca. Yo no puedo hacer más, dispongo de muy poco tiempo, perdóneme. Me he alegrado mucho… Cuando cerraron la puerta detrás de mí, permanecí inmóvil, lleno de asombro y estupor. Lukas tenía razón; él no podía hacer más. Aquel mismo día me dirigí a la Seilergraben, busqué la casa e inquirí noticias sobre el tal Andrés Leo. Vivía en una habitación del tercer piso. Todas las noches y los domingos durante todo el día acostumbraba permanecer en casa; el resto de la semana trabajaba. Era manicuro y callista, y también daba masajes; asimismo fabricaba cremas y brebajes medicinales, y cuando tenía poco trabajo, en las épocas malas, se dedicaba a cortar el pelo a los perros ya adiestrarlos. Cuando entré en casa tenía la intención de no entrevistarme jamás con aquel individuo o, por lo menos, de no hablarle jamás de mis intenciones. De todas formas sentía una viva curiosidad por conocerle. Desde entonces, han sido mucho los días que he pasado frente a su casa con la esperanza de conocerle. Hasta ahora no he conseguido verle. Pero no desespero. Y hoy volveré allí con la esperanza de tropezármelo, a fin de ver el rostro de Andrés Leo. ¡Ay! Todo este asunto está conduciéndome a la desesperación y, al mismo tiempo me hace feliz, o por lo menos, me excita, me pone en tensión. Me parece que mi vida vuelve a adquirir cierto significado y esto es precisamente lo que tanto precisaba en los últimos tiempos. Es muy posible que los psicólogos tengan razón al derivar toda la actuación humana de los instintos egotistas. Sin embargo, no acabo de comprender del todo cómo un hombre que durante toda su vida sirve a una idea y renuncia a las diversiones y al bienestar y se sacrifica, actúe impulsado por el mismo resorte que mueve a otros a tratar con esclavos y con municiones y que sólo invierte sus ingresos en su bienestar particular. Presiento que si discutiera con uno de esos psicólogos saldría perdiendo y que al fin conseguiría convencerme, ya que los psicólogos son de esa clase de hombres que siempre tienen razón. Por mi parte, pueden tenerla. Ahora pienso que todo aquello que yo consideré tan bello y sublime, y por lo que siempre me sacrifiqué, ha sido solamente producto de un deseo egoísta. En mi intento de narrar nuestro viaje a Oriente, mi egoísmo aparece cada día más evidente; al principio creía que dedicaba mi esfuerzo al servicio de una noble causa; mas poco a poco, se afirma en mí la idea de que en la descripción del viaje no me guía otra intención que la que impulsó al señor Lukas a escribir su libro de guerra: salvar mi vida dándole de nuevo un sentido. ¡Si cuando menos viera el camino a seguir! ¡Si cuando menos diera un paso adelante! Recuerdo ahora las palabras de Lukas: «Arroje a Leo por la borda, libérese de Leo.» Y pienso que de la misma manera podría arrojar mi cabeza o mi estómago enfermos por la borda para liberarme de ellos. ¡Dios mío, ayúdame! Capítulo cuarto De nuevo lo contemplo todo bajo una luz distinta aunque no sé todavía si esto me servirá de estímulo o no en mi intento. He visto algo, he tropezado con algo que nunca hubiera soñado encontrar… Pero, ¿no lo estaba esperando? ¿No lo presentía? ¿No lo deseaba y lo temía al mismo tiempo? Realmente… A pesar de todo, resulta maravilloso e increíble. He paseado veinte veces o más por la Seilergraben a las horas que me parecían más adecuadas. He vagado muchas veces frente a la casa número 69 A, dominado siempre por el mismo pensamiento: «Lo intentaré otra vez, y si no logro verle hoy, no volveré nunca más por aquí.» Pues bien, volví; y anteayer por la noche vi colmados mis deseos. Pero, ¡de qué manera! Conozco una por una todas las grietas de aquella fachada de color gris verdoso. Cuando me acerqué a la casa oí a través de una de las ventanas superiores silbar la melodía de una canción o de un baile, una melodía popular que estaba en boga. Todavía no sabía nada. Yo la escuchaba con una especie de vaga añoranza, cuando el recuerdo empezó a despertar lentamente en mi interior. Era una música trivial, pero sus notas sonaban en mis oídos tan dulces, tan suaves y tan delicadas, que me parecía estar escuchando el canto de algún pájaro maravilloso. Absorto, permanecía de pie saboreando la melodía, sintiendo que algo trataba de desprenderse de mi interior. No creo que pensara en nada. Si acaso, intuía que aquel hombre que sabía silbar de un modo tan prodigioso debía de ser por fuerza muy feliz y merecedor del mayor efecto. Escuché como hechizado durante unos minutos en medio del callejón. Un anciano de rostro demacrado y enfermizo pasó por delante de mí. Me miró, escuchó unos momentos y luego sonrió comprensivo, al tiempo que reanudaba su camino. Aquel viejo de ojos cansados parecía querer decirme: — Haces bien en escuchar; eso no se oye todos los días. Sentí que se alejara. Su mirada había puesto alegría en mi corazón. Durante aquellos segundos comprendí que aquella melodía representaba la culminación de todos mis deseos, y me dije que aquel hombre no podía ser otro que Leo. Oscurecía, pero en ninguna de las ventanas brillaba aún la menor luz. La melodía, con sus ingenuas variaciones, había terminado ya. «Ahora encenderán la luz», pensé. Pero allá arriba todo permanecía a oscuras. Oí que se abría una puerta y al mismo tiempo sentí pasos en la escalera. La puerta de la calle se abrió lentamente y salió alguien cuyo andar tenía las mismas características que la melodía: era un andar ligero, juguetón, aunque elástico, sano y juvenil. El hombre, pequeño y esbelto, iba destocado y silbaba. En aquel preciso instante le reconocí: era Leo, nuestro estimado compañero de viaje, nuestro fiel criado Leo, el que hacía diez años o más había desaparecido en aquel funesto desfiladero, y cuya ausencia nos llenó a todos de preocupación y desconsuelo. En aquel momento de alegría me hubiera abalanzado sobre él para abrazarle. Recordé la cantidad de veces que le había oído silbar durante nuestro viaje a Oriente. Era la misma entonación de entonces, la misma melodía, pero, ¡qué diferente sonaba ahora en mis oídos! Un doloroso sentimiento parecía llenarme el corazón: ¡Cómo había cambiado todo desde entonces! El cielo, el aire, las estaciones, los sueños, el dormir, el día, la noche… ¡Cuan profunda y terriblemente debía haber cambiado yo para que una simple melodía o el ritmo de unos pasos hicieran estremecer de tal manera mi ser interno para que el recuerdo de aquellos lejanos tiempos me produjese tanta alegría y tanto dolor al mismo tiempo! Leo pasó muy cerca de mí; caminaba alegre y elástico con unas ligeras sandalias. Le seguí sin intención determinada. ¿Hubiera podido obrar de otra forma? Descendió por el callejón; aunque su paso seguía siendo fácil y ligero, caminaba ahora pausadamente, al mismo ritmo que el sol se hundía en el ocaso, armonizándolo con aquella hora crepuscular, con los ruidos apagados que venían del centro de la ciudad, con el fulgor de los primeros faroles que en aquel momento comenzaban a brillar. Se dirigió hacia un pequeño jardín, junto al portal de san Pablo, desapareciendo entre los altos y redondos arbustos, y yo apresuré mi paso para no perderle de vista. Allí estaba de nuevo; le vi pasearse entre las lilas y las acacias. Él camino se extendía serpenteando por el bosquecillo y pasaba junto a un par de bancos colocados junto al césped. Debajo de los árboles, la oscuridad era ya bastante densa. Leo pasó frente al primer banco, ocupado por una pareja de enamorados; el segundo estaba libre y se sentó en él. Se apoyó en el respaldo, inclinó la cabeza hacia atrás y durante un rato se dedicó a contemplar las nubes a través de las ramas de los árboles. Luego, sacó una pequeña caja redonda del bolsillo de su americana, una caja de metal blanco, y con los dedos extrajo lentamente algo de su interior, que se llevó a la boca y pareció saborear con placer. Entretanto, yo me paseaba por la entrada del pequeño jardín. Finalmente, me acerqué al banco ocupado por Leo y me senté en el otro extremo. Leo me contempló con sus ojos grises y claros y continuó comiendo. Eran frutas secas; un par de ciruelas y unos trozos de melocotón. Los cogía cuidadosamente con dos dedos, los palpaba un poco, se los llevaba a la boca y los masticaba lentamente, con verdadero placer. Así continuó durante largo rato, hasta que acabó con el último trozo. Al terminar, cerró la caja, se la metió en el bolsillo de su chaqueta y tornándose a apoyar en el respaldo del banco, estiró las piernas. Sus zapatos eran de tela y tenían la suela de cáñamo. — Esta noche lloverá — dijo de improviso, y yo no supe si me lo decía a mí o bien hablaba consigo mismo. — Es posible — contesté, no sin cierta emoción, pensando que si no me había reconocido por mi figura, podía muy bien ocurrir, así al menos lo esperaba yo, que me identificase por la voz. Pero no, tampoco me reconoció por la voz. Sentí un profundo desengaño. ¡No me reconocía! Durante el transcurso de estos diez años, Leo no había cambiado nada en absoluto, pero conmigo sucedía todo lo contrario. Quizá fuese ésta la causa. — Silba usted de un modo maravilloso — le dije —. Acabo de oírle en la Seilergraben. Me ha gustado mucho. Yo mismo también he sido músico. — ¿Músico? — preguntó amablemente —. Es una bonita profesión. ¿Ahora no se dedica usted a la música? — Si, de vez en cuando. Pero he vendido mi violín. — ¿Sí? ¡Qué lástima! ¿Precisaba usted dinero? Quiero decir: ¿tiene usted hambre? Aún tengo algo de comida en casa y también un par de marcos en el bolsillo. — No, no — respondí precipitadamente—, No lo. decía por eso. Dispongo todavía de dinero, tengo más del que necesito. Pero, de todas formas, se lo agradezco, ha sido usted muy amable al invitarme. Es raro encontrar personas tan amables. — ¿Cree usted? Bien, tal vez tenga usted razón. Los hombres son muy diferentes, a veces muy extraños. También usted es extraño. — ¿Yo? ¿Por qué? — Tiene usted dinero, pero a pesar de ello, vende su violín. ¿Es que la música ya no le produce placer? — ¡Oh, sí! Pero a veces, un hombre pierde la ilusión por, algo que antaño apreció de veras. Y entonces puede suceder que un músico venda su violín o lo lance contra la pared, o que un pintor queme un buen día todos sus cuadros. ¿Le parece inverosímil? — No, no. Le comprendo; es debido a la desesperación. Ocurre algunas veces. Dos conocidos míos se suicidaron. Los hombres son estúpidos; sólo podemos sentir compasión hacia ellos; no es posible ayudarles. Pero, ¿a qué se dedica usted ahora, si ha vendido su violín? — A diversas cosas. Pero, sinceramente, no hago nada que valga la pena. Ya no soy joven y a menudo me encuentro enfermo. ¿Por qué me habla con tanta insistencia del violín? En el fondo, no tiene importancia. — ¿El violín? Es que pensaba en el rey David. — ¿En quién? ¿En el rey David? ¿Qué tiene que ver con el violín? — Fue músico también. Cuando era joven tocaba para el rey Saúl, y muchas veces disolvió el mal humor del monarca con su música. Más tarde, él mismo se convirtió en rey, un gran rey lleno de preocupaciones y de caprichos. Llevaba una corona sobre su cabeza. Hizo la guerra y muchas otras cosas más. Cometió también una serie de enormes injusticias y llegó a ser muy célebre. Pero la más bella imagen de toda su larga historia es aquella que presenta al joven David tocando el arpa para el pobre rey Saúl, y fue una verdadera lástima que más tarde se convirtiera en rey. Era mucho más feliz y mucho más hermoso cuando sólo era un músico. — Seguramente — exclamé con cierta precipitación —. Seguramente que entonces sería joven, hermoso y feliz. Pero el hombre no se conserva eternamente joven, e incluso su David se hubiera transformado con el transcurrir del tiempo en un hombre viejo, feo y lleno de preocupaciones, aunque hubiese continuado siendo músico. Pero, en vez de esto, se convirtió en el gran rey David, llevó a cabo sus hazañas y compuso sus salmos. La vida no es solamente juego. Leo se levantó y me saludó. — Ya empieza a anochecer — dijo—, y pronto comenzará a llover. No sé gran cosa de las hazañas que llevó a cabo David, e ignoro si realmente fueron tan grandes como aseguran. Y, con toda sinceridad, tampoco conozco mucho sus salmos. No quisiera decir nada en contra de ellos. Pero de que la vida sea algo más que juego, de esto no me convencerá ni el mismo David. La vida es bella y feliz precisamente cuando es esto: juego. Naturalmente, que podemos hacer de la vida todo lo imaginable; podemos convertirla en un deber, en una guerra o en una cárcel, pero no por ello se hace más hermosa. ¡Hasta la vista; he tenido un gran placer…! Se puso en marcha con su andar ligero, mesurado, y ya estaba a punto de desaparecer en la oscuridad de la noche, cuando de pronto abandoné mi actitud pasiva, perdiendo por completo el dominio de mí mismo. Corrí tras él y le supliqué con el corazón angustiado: — ¡Leo! ¡Leo! ¡Pero si es usted Leo! ¿No se acuerda ya de mí? ¡Hemos sido miembros del Círculo y todavía deberíamos pertenecer al mismo! Los dos tomamos parte en el viaje a Oriente. Leo, ¿es posible que usted ya no me recuerde? ¿No se acuerda ya de los guardadores de la corona de Klingsor y de Goldmund, de la fiesta en Bremgarten, del desfiladero del Morbio Inferiore? ¡Leo, compadézcase usted de mí! No se alejó como yo temía, pero tampoco se detuvo; continuó tranquilamente su camino, como si nada hubiera oído, dándome tiempo para alcanzarle, y no hizo la menor muestra de extrañeza cuando de nuevo me coloqué a su lado. — Está usted muy apesadumbrado y muy nervioso — me dijo con suavidad —. Esto no está bien. Descompone el rostro y nos enferma. Caminaremos lentamente; esto le tranquilizará a usted. Y estas pocas gotas que caen — maravilloso, ¿verdad? — , nos rocían desde la atmósfera como agua de Colonia. — ¡Leo! — le supliqué —. Tenga usted compasión! Dígame una sola palabra: ¿Se acuerda usted todavía de mí? — Bien — dijo de nuevo, intentando calmarme dirigiéndose a mí como a un enfermo o a un beodo —. Ya está usted mucho más tranquilo; todo ha sido efecto de la excitación. ¿Me pregunta usted si le conozco? ¿Quién es el hombre que puede vanagloriarse de conocer a otro hombre y quién es el que se conoce a sí mismo? Mire usted, yo mismo no soy ningún buen fisonomista. Ni me interesa serlo. Los perros sí; a éstos los conozco muy bien, como también a los pájaros y a los gatos. Pero a usted, realmente, no le conozco, señor. — Pero, ¿no pertenece usted al Círculo? ¿No participó usted en nuestro viaje? — Yo estoy siempre de viaje, señor, yo siempre pertenezco al Círculo. Unos vienen y otros se van, nos conocemos y no nos conocemos. Con los perros es mucho más sencillo. Deténgase un momento y atienda. Alzó el dedo a modo de advertencia. Nos detuvimos en medio del sendero del parque, cada vez más mojado por la llovizna que caía. Leo silbó; emitió un sonido amplio, vibrante, suave; luego esperó unos momentos, silbó de nuevo y, de repente, entre los arbustos, surgió un perro lobo que se acercó gruñendo alegremente a la verja; yo me estremecí asustado. Leo metió la mano entre las estacas y los alambres para acariciarlo. Verdes y claros, los ojos del animal brillaban; cada vez que su mirada se encontraba con la mía, un gruñido surgía de la profundidad de su garganta como un trueno lejano, un gruñido apenas perceptible. — Es el perro lobo Necker — dijo, Leo, mientras jugueteaba con el animal —. Somos muy buenos amigos. Necker, este señor es un antiguo violinista, no debes hacerle nada, ni gruñir siquiera. Leo continuaba acariciando cariñosamente la húmeda pelambrera del perro a través de la verja. Era una hermosa escena; me complacía aquella amistad de Leo con el animal y la alegría que le producía el encuentro nocturno; pero al mismo tiempo, me dolía hasta casi no poderlo soportar, ver como Leo gozaba de aquella amistad íntima con el perro lobo, y posiblemente también con todos los demás perros del barrio, en tanto que a nosotros nos separaba un mundo heterogéneo. Aquella amistad inefable, aquella confianza ciega que yo tan humildemente solicitaba de él, Leo parecía concedérsela, no tan sólo a Necker, sino a todos los animales, a cada gota de lluvia que caía, a cada pedazo de tierra que pisaba. Producía la impresión de entregarse confiadamente, de mantener relaciones continuas, fluidas, con todo lo que le rodeara; se me antojaba que lo conocía todo y que por todos era conocido y estimado. Sólo hacia mí, que tanto le apreciaba y que tan necesitado estaba de su ayuda, sólo hacia mí parecía no conducirle ninguno de aquellos caminos afectivos. Tuve la sensación de que deseaba desprenderse de mí. Me contemplaba de una manera fría; no me permitía penetrar en su corazón; me había borrado de su memoria. Proseguimos lentamente nuestro camino. El perro nos acompañaba por el otro lado de la verja emitiendo gruñidos de alegría y de sumisión, sin olvidar por ello mi molesta presencia, ya que sólo por amor a Leo reprimió varias veces aquel sordo gruñido defensivo y hostil. — Perdóneme — empecé de nuevo —. Estoy abusando de su paciencia y de su amabilidad. Sin duda tiene usted intención de regresar a su casa y de meterse en la cama. — Pero, ¿por qué? — exclamó Leo sonriendo-. No tengo ningún inconveniente en pasearme durante toda la noche; dispongo de tiempo sobrante y tampoco me faltan ganas de hacerlo. Si es que usted no acaba por cansarse. Lo dijo de un modo amable, sin concederle la mayor importancia, y estoy seguro de que sin doble intención. Pero apenas pronunció estas palabras, sentí de repente un profundo cansancio. Me pesaba la cabeza y me dolían las articulaciones. ¡Qué pesados me parecían cada uno de mis pasos! Experimentaba un profundo desaliento ante aquel vagar absurdo e inútil a través de la noche húmeda y oscura. — Tiene usted razón — dije abatido —. Estoy muy cansado. Ahora lo noto. Y, no tiene sentido pasearse por la noche bajo la lluvia, constituyendo una carga para otra persona. — Como usted quiera — replicó Leo cortesmente. — ¡Leo, Leo! durante nuestro viaje a Oriente no me hablaba usted de esta manera. ¿Es posible que se haya olvidado de todo? Bien, es inútil, no quiero entretenerle más. Buenas noches tenga usted. Desapareció rápidamente en la oscuridad. Yo quedé solo, como si acabaran de darme un mazazo en la cabeza. Había perdido la partida. No me conocía ni quería reconocerme: se divertía jugando conmigo. Regresé por el mismo camino; Necker ladraba furiosamente detrás de la verja. En aquella noche cálida de verano temblé de cansancio, de tristeza y de soledad. Ya había pasado por trances semejantes. Cada uno de estos desesperantes momentos me trasladaban a la situación de un peregrino que hubiera errado su camino, un peregrino que hubiese caminado hasta el fin del mundo y que una vez allí no encontrara otra salida que la de renunciar a su ideal y precipitarse en el vacío, en la muerte. Bastantes veces en mi vida había sentido esta sensación, pero en los últimos tiempos, esta apetencia de suicidio había aminorado un tanto, al extremo de haber desaparecido de mí. La muerte ya no era para mí la nada, el vacío, la negación. Habían cambiado mucho las cosas. Los momentos de desesperación los acogía ahora como un fuerte dolor corporal: los soportaba quejándome o con despecho; sentía cómo crecían y cómo me consumía lentamente, al propio tiempo que me dominaba una curiosidad a veces furibunda, a veces irónica, por saber hasta dónde me conducirían, qué intensidad alcanzaría el dolor. Todos los disgustos y desengaños que sufrí en mi vida desde mi regreso del fracasado viaje a Oriente, me parecían cada vez menos importantes y menos descorazonadores, la nostalgia llena de envidia y de arrepentimientos hacia aquellos maravillosos tiempos que tuve la fortuna de vivir; todo esto, crecía como un dolor, crecía tan vigorosamente como un árbol, como una montaña, se propagaba sin cesar y se refería a mi trabajo actual, mi comenzada historia del viaje a Oriente. El trabajo en sí no me parecía ya tan deseable ni, por otra parte, de tanto valor. Lo único que poseía valor era la esperanza: por medio de mi trabajo y de mis esfuerzos tenía que revivir el recuerdo de aquella gran época purificando mi interior, y, liberado del todo, volver a entrar en relación con el Círculo y con todo lo que él significaba. Apenas llegué a casa, encendí la luz. Con el traje mojado y el sombrero puesto, me senté ante la mesa y escribí una carta; llené diez, doce, veinte páginas pidiendo perdón, lamentándome; supliqué humildemente a Leo que tuviera compasión de mí. Le describí mi situación, le conjuré con el recuerdo de lo que ambos habíamos vivido, de nuestros comunes amigos; le conté las innumerables y diabólicas dificultades con las que tropezaba en mi trabajo. Mientras escribía me ardía la cabeza, pero en mí había desaparecido toda huella de cansancio. A pesar de todas las dificultades — así — le decía en la carta— estaba dispuesto a soportar lo peor antes que revelar ninguno de los secretos del Círculo. Y por nada en el mundo renunciaría a mi tarea en recuerdo del viaje a Oriente, en glorificación del Círculo. Dominado por la fiebre, llené página tras página, con una escritura rápida y nerviosa. Prodigué las quejas, las acusaciones, a veces contra mí mismo. Y todo esto fluía como el agua fluye de un cántaro roto; sin esperanzas de recibir contestación, impulsado sólo por el afán de librarme de un peso atroz. Aquella misma noche eché la extensa y caótica carta en el buzón más próximo. Finalmente, cuando empezaba a amanecer, apagué la luz, me dirigí al cuartucho que me servía de dormitorio y mé metí en la cama. Inmediatamente me sumí en un sueño que fue profundo y largo. Capítulo quinto Después de una noche agitada e inquieta en extremo, me desperté a la mañana siguiente bastante descansado, aunque con un fuerte dolor de cabeza. Inmediatamente me tiré del lecho y me dirigí a la habitación que me servía de sala, y allí, con enorme sorpresa, encontré a Leo. Le miré con tanta alegría como desconcierto. Estaba sentado en el borde de una silla y parecía esperarme desde hacía algún tiempo. — ¡Leo! — exclamé —. ¿ Cómo ha venido usted? — Me han enviado a buscarle — me repuso —. Vengo de parte del Círculo. Usted me escribió una carta a este respecto, que yo entregué a los Superiores. La Gran Silla le espera. ¿Podemos ponernos en camino? Me calcé los zapatos apresuradamente. Mi mesa escritorio ofrecía aún el aspecto revuelto de la noche anterior. En aquel momento no recordaba lo que había escrito hacía tan sólo unas horas de una manera angustiosa y violenta. En fin, lo importante era que no había sido en vano. Algo había ocurrido; Leo estaba allí. Y, de repente, comprendí el sentido de sus palabras. Existía todavía un Círculo del cual yo nada sabía, un Círculo que no contaba conmigo, que ni siquiera me consideraba como uno de sus miembros. El Círculo era una realidad, como la Gran Silla con sus Superiores, que habían mandado a buscarme. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo al oír la noticia. Durante semanas y meses había vivido en esta ciudad, tratando de narrar la historia del Círculo y de su viaje á Oriente sin saber que aún quedaban restos de él, sin sospechar dónde pudiera hallarles, si es que existían; incluso había llegado a creer que yo era el único superviviente. Si he de ser sincero, debo confesar que muchas veces dudé de que el Círculo y mi pertenencia a él fueran hechos reales y no fantasías mías. Y ahora aparecía Leo, que venía a buscarme enviado por el Círculo. Se acordaban de mí, me llamaban, querían escucharme, tal vez exigirme cuentas. Bien; estaba dispuesto; dispuesto a demostrar que nunca había sido infiel al Círculo, dispuesto a obedecer ciegamente. Tanto si los Superiores querían castigarme como perdonarme, estaba resuelto a aceptarlo todo de antemano, a darles la razón en todo y prestarles absoluta obediencia. Nos pusimos en camino. Leo marchaba delante, y de nuevo, como hacía años, al contemplar su agradable figura me admiraba su buen porte y su oficiosidad de perfecto criado. Con paso elástico y tranquilo marchaba delante de mí por los callejones que recorríamos, mostrándome el camino, como un guía, como un criado que cumple a conciencia un encargo de su dueño; estaba en funciones. De todas formas, puso mi paciencia a prueba. El Círculo me llamaba, la Gran Silla me esperaba, todo estaba en juego, se iba a decidir mi futuro y toda mi vida pasada adquiriría de nuevo sentido o se perdería irremisiblemente. Pero una sensación de angustia indecible me oprimía el pecho, y yo temblaba de excitación, de alegría y de miedo. En mi impaciencia, el camino por el que me conducía Leo me parecía infinitamente largo e insoportable. Durante más de dos horas caminé detrás de mi guía, que llevaba a cabo los rodeos más maravillosos y, al parecer, por puro capricho. En dos ocasiones tuve que esperarle durante un largo rato en la puerta de dos iglesias, pues Leo entró en ellas a rezar. En otra, se detuvo abstraído ante la fachada del Ayuntamiento y me contó su historia y fundación, en el siglo xv, por un célebre miembro del Círculo. A pesar de que caminaba rápido y seguro, me volvía loco con los continuos rodeos que daba para conducirme al lugar en donde yo tanto ansiaba verme. De este modo, invertimos casi toda la mañana en un recorrido que normalmente hubiésemos cubierto en un cuarto de hora a lo sumo. Finalmente me condujo a un apartado callejón de uno de los suburbios de la ciudad, en donde se alzaba un enorme y silencioso edificio.. Desde fuera producía la impresión de pertenecer a algún organismo gubernamental o ser un museo. Parecía completamente abandonado y tanto los corredores como las escaleras que cruzábamos, donde retumbaban nuestros pasos solitarios, estaban desiertos. Leo me condujo a través de los corredores, las escaleras y las estancias. Luego abrió con el mayor cuidado una puerta muy grande y contemplamos el taller de un pintor. Ante el caballete estaba trabajando, en mangas de camisa, Klingsor, el pintor Klingsor, cuyo estimado rostro no veía desde hacía muchos años. Pero no me atreví a saludarle; quizá fuera inoportuno. Por otra parte me esperaban, me habían citado. Klingsor casi no reparó en nosotros; saludó distraídamente a Leo, y, sin reconocerme, reanudó su tarea, rogándonos que le dejásemos solo. Finalmente llegamos a una de las altas buhardillas de aquel inmenso edificio que olía a papel y a cartón. Allí, a lo largo de centenares de metros, aparecían una serie de estanterías empotradas en las paredes atestadas de libros y gruesos legajos; era un archivo inmenso, una escribanía enorme. Nadie se preocupó por nuestra presencia y todo el mundo siguió su trabajo en silencio. Tuve la impresión que desde aquel lugar gobernaban el mundo y el firmamento, o cuando menos, que desde allí lo registraban y dirigían todo. Durante largo rato estuvimos esperando; frente a nosotros cruzaban los archiveros y los bibliotecarios con catálogos y papeles en las manos; apoyaban las pequeñas escaleras de mano en las paredes y se encaramaban por ellas; hacían funcionar unos pequeños montacargas y conducían silenciosamente unas carretillas de mano de un extremo a otro de la inmensa nave. Leo empezó a cantar. Escuché conmovido aquellas notas que antaño me fueron tan familiares, reconociendo en ellas la melodía de una de las canciones del Círculo. Al oírla, todo el mundo se puso en movimiento; los empleados se retiraron; la sala se alargó hasta perderse en una oscura lejanía; pequeños y casi irreales, los componentes de aquella aplicada muchedumbre siguieron trabajando en el fondo del inmenso paisaje lleno de archivos. En el centro aparecieron rigurosamente ordenadas diversas filas de sillones; surgiendo del fondo de la sala o de las innumerables puertas, aparecían los Superiores, que se acercaban remisos a los sillones, para dejarse caer finalmente en ellos. Una tras otra, todas las hileras de sillones fueron ocupadas. Todas aquellas filas formaban una construcción que se alzaba hacia el fondo, en cuya cúspide se elevaba un trono. Leo me dirigió una mirada significativa, recomendándome paciencia, silencio y respeto. Después, sin que pudiera darme cuenta de cómo y por donde, desapareció entre los Superiores, y ya no le volví a ver. Entre los Superiores, que se hallaban reunidos formando la Gran Silla, vi rostros conocidos que ahora aparecían graves o sonrientes. Allí estaba Alberto el Magno, el conductor Vasudeva, el pintor Klingsor y muchos otros más. Al cabo, rodeado por un silencio absoluto, se adelantó el Orador. Yo permanecía de pie ante la Gran Silla, dispuesto a todo, lleno de angustia, pero plenamente identificado de antemano con todo lo que sucediera o se resolviese allí. La voz del Orador sonó clara y tranquila en el ámbito de la sala: «Autoacusación de un miembro desertor del Círculo», le oí anunciar. Las rodillas me temblaban. Se trataba de mi vida. Pero era mucho mejor así, pues todo recobraría su orden. El Orador continuó: — ¿Se llama usted H. H.? ¿Participó usted en la marcha a través de la Suabia Superior? ¿Estuvo usted presente durante los festivales en Bremgarten? ¿Desertó usted poco después de nuestra estancia en Morbio Inferiore? ¿Confiesa estar escribiendo una historia del viaje a Oriente? ¿Se cree coartado en su trabajo por el juramento que hizo de no revelar los secretos del Círculo? Contesté afirmativamente a cada una de las preguntas, incluso a aquéllas que me parecieron incomprensibles y absurdas. Durante unos instantes los Superiores hablaron en voz baja gesticulando entre ellos, luego se adelantó nuevamente el Orador y dijo: — Autorizamos al autoacusado a revelar públicamente cualquier ley o secreto del Círculo que conozca. Además, ponemos a su disposición todo el archivo del Círculo que le sea necesario para su trabajo. El Orador se retiró de nuevo; los Superiores se separaron y desaparecieron por las profundidades de la sala y por las puertas. La inmensa estancia se sumió en un completo silencio. Miré asustado a mi alrededor y, de pronto, mis ojos tropezaron con una mesa sobre la que aparecían unas hojas de papel. Las reconocí en el acto. Se trataba de mi máxima preocupación, de mi trabajo, del manuscrito que había comenzado con tantas vacilaciones y angustias. «Historia del viaje a Oriente, narrado por H. H.», podía leerse sobre la cubierta azul. Me abalancé sobre él, recorrí sus páginas de escaso texto, escritas con una letra muy apretada y llenas de enmiendas y tachaduras. Tenía prisa, me dominaba el ansia del trabajo, era poseído por una alegría febril, convencido de que ahora podría terminar finalmente mi trabajo con la autorización superior, con el apoyo del Círculo. Jamás mi empresa me pareció tan grande y honrosa como ahora, al pensar que ningún juramento me ligaba ya al silencio, ni tan fácil, puesto que podía disponer de todo el archivo, de aquella inagotable cámara de tesoros. Recorrí las páginas de mi manuscrito, y debo decir que ni en las horas de mayor desesperanza juzgué mi trabajo tan inútil y erróneo como en aquellos instantes. Todo me parecía confuso, sin sentido alguno; las conexiones más claras aparecían desfiguradas, había olvidado lo más elemental y las cosas más fútiles y menos importantes habían sido colocadas en lugar preferente. Tenía que empezar de nuevo la tarea. Mientras recorría el manuscrito, fui tachando frase por frase, y al borrarlas se disolvían sobre el papel. Las claras y puntiagudas letras se descomponían en fragmentos juguetones, líneas y puntos, círculos, florecillas y estrellas. Las páginas se convirtieron entonces en tapices cuajados de bellos adornos caprichosos, sin sentido alguno. Bien pronto desapareció todo el texto, quedando tan sólo una serie de hojas en blanco. Me puse a pensar, recapacité. Si hasta entonces no me había sido posible hacer una exposición clara e imparcial del tema propuesto, era debido a mi juramento, el cual me vedaba referirme a los secretos cuya revelación me estaba absolutamente prohibida. Por esta razón había prescindido de la exposición histórica objetiva, concretándome a mis experiencias personales, sin intentar establecer conexiones superiores con los altos objetivos y propósitos del Círculo. Pero ya había podido verse adonde me conducía mi propósito. Felizmente, ahora ya no tenía ninguna obligación de guardar silencio y, por lo tanto, ninguna limitación pesaba sobre mí. Me habían autorizado oficialmente y, al propio tiempo, podía disponer del inagotable archivo para mis trabajos. Resultaba claro, pues, que aunque todo mi trabajo no se hubiera descompuesto en adornos, tenía que iniciarlo de nuevo, fundamentándolo y construyéndolo sobre las nuevas bases. Decidí comenzar con una breve historia del Círculo, desde su fundación o constitución. Los catálogos que se encontraban sobre las mesas — kilómetros, enormes, que se perdían en la lejanía y en la penumbra— debían darme una contestación a cada una de mis preguntas. Primeramente decidí examinar el archivo realizando unas pruebas al azar; tenía que aprender a manejar aquel enorme aparato informativo. Como es lógico, lo primero que busqué fue la Carta del Círculo. «Carta del Círculo», decía el catálogo, «véase compartimiento Chrysostimos, ciclo V, párrafo 39, 8». Encontré el compartimiento, el ciclo y el párrafo sin el menor esfuerzo: el archivo estaba maravillosamente ordenado. Cuando tuve la Carta del Círculo entre mis manos, vi que me sería imposible leerla. Aquel documento, según me pareció, estaba escrito en caracteres griegos; el griego lo entiendo bastante bien, pero aquélla era una escritura muy antigua y extraña, cuyos signos no pude descifrar a pesar de su aparente claridad. El texto parecía haber sido redactado en un dialecto; quizás en el lenguaje secreto de los adeptos, y sólo de vez en cuando, alcanzaba a comprender alguna palabra por el sonido o por la analogía. Pero aún no me sentí descorazonado. Aunque no pudiera leer la Carta, aquellos signos me sugerían poderosas y vivas imágenes de mi vida de antaño; vi, por ejemplo, a mi amigo Longus junto a mí, dibujando signos griegos y hebraicos en el jardín, y de nuevo los signos se transmutaban en pájaros, dragones y serpientes que se perdían en las profundidades de la noche. Me estremecí al comprobar lo que representaba para mí hojear aquel catálogo. Tropecé con varias palabras conocidas, con nombres que me eran familiares. Como fulminado por un rayo, leí mi propio nombre, pero no me atreví a consultar el archivo. ¿Quién sería capaz de escuchar sin inmutarse la sentencia pronunciada por un tribunal infalible sobre uno mismo? Encontré también el nombre del pintor Paul Klee, a quien recordara del viaje, y que era amigo de Klingsor. Busqué su número en el archivo. Hallé allí una placa de oro esmaltada, al parecer muy antigua, en la que aparecía dibujado o grabado con hierro candente un trébol. En una de sus hojas figuraba un barco de una sola vela pintado de azul; en la segunda, un pez de escamas de colores; la tercera parecía un impreso telegráfico y en él aparecía escrito lo siguiente: So blau wie Schnee So Paul wie Klee[1 - Juego de palabras: Tan azul como la nieve — tan Pablo como Trébol.]. Me produjo una alegría melancólica leer lo referente a Klingsor, a Longus, a Max y a Tilly. Tampoco resistí a la tentación de saber algo más acerca de Leo. En el catálogo se decía: ¡Cave! Archiespisc. XIX. Diacon. D. VII ¡Cave! Cornu A mon. 6. La doble advertencia «Cave» me impresionó; no me atrevía a penetrar en su misterio. A cada nuevo intento que hacía me llenaba de asombro la cantidad increíble de material, de saber, de fórmulas mágicas que contenía aquel archivo. En resumidas cuentas: quedé convencido de que allí se almacenaba todo cuanto tenía relación con el mundo. Después de felices y desconcertantes investigaciones por muchos de aquellos ficheros del saber, varias veces retorné al compartimiento Leo, poseído por una curiosidad creciente, cada vez más intensa. Pero siempre me repelía aquel doble «Cave». Estando hojeando otro catálogo descubrí la palabra Fatme, con la indicación: princ. orient. 2 noct. mili. 983 hort. delic. 07 Busqué y encontré el lugar correspondiente. Ante mis ojos apareció un pequeño medallón que podía abrirse y que contenía una miniatura, la imagen arrebatadora de una bellísima princesa, que me recordó inmediatamente Las mil y una noches, todos los cuentos de mi época de adolescente, todos los sueños y anhelos de aquella época mágica, cuando, para poder ver a Fatme, serví durante un año como novicio y al cumplir el plazo me presenté para mi admisión en el Círculo. El medallón estaba envuelto en un tejido muy fino, de color violeta. Lo olí; poseía un perfume increíblemente lejano y sutil, un perfume de ensueño de princesa oriental, inimaginable. Mientras aspiraba aquel perfume mágico, sentí la sensación de una pérdida irreparable. Recordé el mágico influjo con que había emprendido mi peregrinaje hacia el Este, peregrinaje que fracasó ante unos obstáculos misteriosos y en el fondo desconocidos; me lamenté de que aquel hechizo se hubiera esfumado en mi corazón, sumiéndome en el abandono y en la más fría desesperación. En esto se había convertido para mí el aire que respiraba, el pan que comía, lo que bebía. No podía ver el tejido ni la imagen, tan denso era el velo de lágrimas que cubría mis ojos. Hoy ya sé que no bastaría el cuadro de la princesa árabe para obligarme a desafiar al mundo y al infierno, convirtiéndome en caballero andante y en cruzado; hoy precisaría otra magia mucho más poderosa. ¡Qué dulce, inocente y sagrado fue aquel sueño que persiguiera en mis años de juventud y que me había convertido en un narrador de cuentos, en músico, más tarde en novicio, para conducirme finalmente a Morbio Inferiore. Unos ruidos me despertaron de mi ensimismamiento; desde los profundos espacios me contemplaba el misterio. Y un nuevo pensamiento; un nuevo dolor me atravesó como un relámpago. Yo, ingenuo de mí, había tratado de escribir la historia del Círculo cuando no me era posible descifrar ni comprender la milésima parte de aquellos millones de escritos — libros, papeles, cuadros, signos— que constituían el fabuloso archivo. Abrumado, estupefacto, incapaz de comprenderme a mí mismo, me sentía increíblemente ridículo al verme rodeado por todas aquellas cosas con las que me había permitido jugar un poco en mi insensata pretensión de interpretar el significado del Círculo y de mi propia vida. Súbitamente, por todas las puertas, surgieron un número infinito de Superiores. A algunos de ellos todavía pude reconocerles a través de mis lágrimas. Así, vi al mago Jup, al archivero Lindhorst, a Mozart vestido de Pablo… Los componentes de aquella impresionante reunión fueron tomando asiento en las múltiples hileras de sillones; sobre el alto tronco vi resplandecer un dorado baldaquín. El Orador se adelantó y anunció: — El Círculo está dispuesto a dictar sentencia por medio de sus Superiores sobre el autoacusado H., que se creyó obligado a silenciar los secretos del Círculo, y que ha reconocido lo maravillosa e imposible que era su intención de narrar la historia de un viaje cuando no se dispone de suficiente capacidad. Al mismo tiempo, intentó escribir la historia de este Círculo, en el cual ya no creía y al que había dejado de ser fiel. Se dirigió a mí y gritó con su voz clara de heraldo: — Autoacusado H., ¿está usted dispuesto a reconocer este tribunal y a someterse a sus fallos? — Sí — respondí. — ¿Está conforme, autoacusado H. — continuó el Orador—, con que el tribunal de los Superiores dicte sentencia sin que presida el Superior de los Superiores, o exige que el mismo Superior le juzgue? — Estoy conforme — repuse yo— con la sentencia de los Superiores, presida o no el Superior de los Superiores. El Orador iba a continuar, pero en aquel momento se alzó en la parte más profunda de la sala una voz suave: — El Superior de los Superiores está dispuesto a dictar él mismo la sentencia. El sonido de aquella voz suave produjo en todo mi ser un estremecimiento maravilloso. Desde la profundidad de la sala, desde los horizontes del archivo, se adelantó un hombre; su caminar era pausado y suave, su traje resplandecía de oro. Se fue acercando envuelto en el profundo silencio de los reunidos, y reconocí su andar, sus movimientos, su rostro, en fin. ¡Era Leo! Arrastrando su túnica dorada, como un Papa, ascendía a través de las hileras de Superiores hacia la Gran Silla. Sus joyas brillaban como flores extrañas y fastuosas, mientras subía solemnemente por la escalinata. Hilera a hilera fueron levantándose a su paso para saludarle. Sumiso y servicial, exhibía su deslumbrante dignidad con toda humildad, como lleva sus insignias un santo Papa o un patriarca. Yo me sentía profundamente conmovido e impresionado en espera de la sentencia, que estaba dispuesto a acatar humildemente, tanto si me era favorable como no. Pero no menos impresionado y afligido me sentía al comprobar que Leo, el antiguo criado y portador de equipajes, era precisamente el Superior de los Superiores, y que era él quien iba a dictar la sentencia. Sin embargo, mi impresión mayor me la había producido el gran descubrimiento de aquel día: el Círculo existía, era tan inquebrantable y poderoso como antaño, no había sido Leo ni el Círculo los que me habían abandonado y desengañado, sino que yo, débil y estúpido, había llegado a poner en duda mis propias aventuras, la existencia del Círculo, considerando fracasada la cruzada, juzgándome el único, superviviente y cronista de una historia que creía ya concluida. En el fondo no era más que esto: un desertor, un infiel, un renegado. En este reconocimiento existía a la vez desesperación y felicidad. ínfimo y sumiso, aparecía yo ahora a los pies de la Gran Silla, que en otro tiempo me admitió como miembro del Círculo, y de la que había recibido la bendición del noviciado y el anillo del Círculo, autorizándome a emprender aquel gran viaje. Al mismo tiempo, reconocía un nuevo pecado, una falta inexcusable, una nueva vergüenza que pesaba terriblemente sobre mi corazón: no poseía ya el anillo del Círculo, lo había perdido, no recordando dónde ni cómo. Pero el hecho era éste. Y me llenaba de asombro no haberme percatado de su falta hasta aquel preciso instante. Entretanto, el Superior de los Superiores comenzó a hablar con su voz suave y armoniosa. Felices, las palabras fluían de sus labios hacia mí, luminosas y certeras como el resplandor; del sol. — El autoacusado — decía la voz desde el trono— ha tenido ocasión de liberarse de algunos de sus errores. Hay muchas cosas que le acusan. Podemos comprender y disculpar su infidelidad al Círculo, el que hiciera recaer sobre nosotros sus propios pecados y torpezas, que pusiera en duda nuestra existencia, que sintiera la increíble ambición de convertirse en el historiador del Círculo. Todo esto no tiene gran importancia. Son, permítame el acusado la expresión, simples tonterías de novicio. Olvidémoslas con una sonrisa. Respiré profundamente. Una ligera sonrisa asomó a los rostros de todos los honorables reunidos. Aquella declaración aligeró enormemente mi ánimo, colocándome de nuevo en mi exacta posición, al considerar que el peor de mis pecados, mi locura al creer el Círculo extinguido y ser él único superviviente del mismo, era calificado por el Superior de los Superiores como algo carente de importancia, una niñería que sólo merecía una sonrisa comprensiva. — Pero — continuó Leo, esta vez en tono grave y solemne— existen otros pecados mucho más graves, siendo lo peor del caso que, por lo que respecta a esos pecados, no aparece H. como autoacusado, ya que parece ignorarlos. Se siente profundamente arrepentido de haber tratado con manifiesta injusticia al Círculo en su pensamiento, se reprocha amargamente no haber reconocido en el criado Leo al Superior de los Superiores y está a punto de comprender toda la magnitud de su infidelidad hacia el Círculo. Pero, mientras tomaba demasiado en serio todos estos pecados de pensamiento, todas estas naderías y ve ahora que podemos perdonarlas con una sonrisa, olvida tercamente sus verdaderas culpas, cuyo número son legión, y cada una de las cuales es suficiente para merecer grandes castigos. El corazón empezó a latirme angustiosamente. Leo se dirigió a mí: — Acusado H., más adelante tendrá usted ocasión de lanzar una mirada sobre sus pecados; se le enseñará también el camino para, evitar que en lo sucesivo recaiga en ellos. Sólo para demostrarle su escasa comprensión de ellos, le pregunto: ¿Recuerda usted su marcha a través de la ciudad junto con el criado Leo, que debía conducirle ante la Gran Silla? Sí, usted se acuerda de ello. Y, ¿recuerda usted, cuando pasamos ante el Ayuntamiento, frente a la iglesia de San Pablo y la catedral, que el criado Leo penetró en el templo para arrodillarse unos momentos y rezar, mientras usted, no sólo renunció a penetrar en la catedral y orar, sino que, en contra de lo que dispone el párrafo cuarto del juramento del Círculo, permaneció, impaciente y aburrido, ante la puerta, esperando que concluyera aquella aburrida ceremonia, que tan inútil le parecía y sin otro significado que poner a prueba su impaciencia egoísta? ¡Recuérdelo! Con su actuación frente a la catedral, pisó usted todas las prescripciones fundamentales y costumbres del Círculo, despreció la religión, despreció a un hermano, renunció voluntariamente a aprovechar aquella ocasión para la plegaria y la contemplación interior. Si no existieran circunstancias atenuantes especiales, este pecado sería imperdonable. Me tenía cogido. Acababa de sacar a relucir lo más importante, no sólo lo secundario, no tan sólo las sencillas tonterías. Le sobraba razón. Pero me había golpeado en el mismo corazón. — No queremos — continuó el Superior de los Superiores— anotar todas las faltas del acusado, no vamos a juzgar por el sentido estricto de la letra, y sabemos muy bien que sólo es precisa nuestra advertencia para despertar la conciencia del acusado y convertirle en un arrepentido autoacusado. «No obstante, autoacusado H., le aconsejo que examine aún unos pecados ante el tribunal de su conciencia. He de recordarle aquella noche en que buscó al criado Leo y en la cual deseó ser reconocido como miembro del Círculo, pese a que esto era imposible, puesto que usted mismo se había hecho irreconocible como tal. ¿He de recordarle aquello que usted mismo contó al criado Leo? ¿La venta del violín? ¿La vida llena de desesperación, estúpida, estrecha, suicida que lleva desde años? «Y hay todavía otra cosa, hermano H., que no i puedo en modo alguno silenciar. Es muy posible que el criado Leo fuera injusto con sus pensamientos aquella noche. Aceptemos que realmente sea así. El criado Leo fue tal vez demasiado severo, demasiado razonable, no sintió la suficiente conmiseración y amabilidad hacia usted y su situación. Pero hay una instancias superiores y unos jueces más imparciales que mi criado Leo. ¿Cuál fue el fallo de la naturaleza sobre usted, acusado? ¿Se acuerda del perro llamado Necker? ¿Se acuerda del fallo condenatorio y negativo que dictó sobre su persona? El animal es insobornable, no toma partido por nadie, no es miembro del Círculo. Hizo una pausa. Sí, el perro lobo Necker. Era cierto que me había rechazado y condenado. Afirmé. La sentencia había sido dictada ya por el perro lobo, por mí mismo. — Autoacusado H. — empezó Leo de nuevo, y la voz procedente del baldaquín dorado me sonó; tan fría, clara y penetrante como la del comendador cuando aparece en el tercer acto ante la puerta de Don Juan —. Autoacusado H., usted me ha oído, usted ha dicho que sí. Por lo tanto, suponemos que usted mismo se ha dictado ya la sentencia. — Sí — repuse en voz baja—, sí. — ¿Es, tal como suponemos, una sentencia condenatoria? — Sí — susurré. Leo se levantó de su trono y extendió suavemente sus brazos. — Me dirijo a vosotros, — Superiores de la Gran Silla. Ya habéis oído. Sabéis lo que le ha ocurrido al hermano H. Su vida no os es desconocida, muchos de vosotros habéis seguido la misma trayectoria. El acusado no ha sabido hasta este momento que su infidelidad y su desconcierto era un examen. Ha resistido duramente. Durante mucho tiempo ha soportado no saber nada del Círculo, ha vivido aislado y ha visto derrumbarse todo aquello en lo que había depositado su fe. Pero al fin no ha podido resistir más tiempo esta vida de abandono y de opresión; su dolor ha sido demasiado intenso, y vosotros sabéis que cuando el dolor es demasiado intenso no se conocen los límites. El hermano H. ha sido arrastrado a la desesperación por su examen; la desesperación es el resultado de cada intento que se hace de tomarse en serio la comprensión y la justificación de la vida del nombre. La desesperación es el resultado de; pretender tomarse en serio la vida con todas sus bondades, la justicia y la razón, y de cumplir con sus exigencias. La desesperación es como un río; en una orilla están los niños; en; la otra los hombres maduros, los que han despertado ya de su letargo. El acusado H. no es ya un niño, pero aún no ha despertado del todo. Está en medio de la corriente. Cruzará la línea de demarcación y cumplirá, por lo tanto, un segundo noviciado. De nuevo le damos la bienvenida en el Círculo, cuyos objetivos le serán fáciles de comprender ahora. Le devolvemos el anillo que había perdido y que el criado Leo conservó para él. El Orador vino hacia mí, me besó en la mejilla y me puso el anillo en el dedo. Apenas lo vi, apenas sentí el contacto del frío metal en mi dedo, miles de recuerdos se agolparon en mi mente y miles de incomprensibles fallos fueron subsanados. Recordé de nuevo que el anillo constaba de cuatro piedras colocadas a idéntica distancia una de otra — así lo establecían las prescripciones y nuestro juramento al Círculo—; todo miembro debía de dar una vuelta al anillo por lo menos una vez al día y, mientras contemplaba cada una de las cuatro piedras tenía que meditar sobre los cuatro párrafos fundamentales de nuestro juramento. No — tan sólo había perdido el anillo y no había vuelto a pensar jamás en él, sino que durante el transcurso de aquellos años no me había acordado ni meditado sobre los cuatro párrafos fundamentales de nuestro juramento. Intenté repetir aquellas palabras en voz baja, para mí mismo. Tenía que recordarlas aún; las presentía; como una palabra que tenemos en la punta de la lengua, que pronunciaremos al cabo de unos instantes, pero que de momento nos es imposible pronunciar. Pero no; por más esfuerzos que hacía no conseguía acordarme de las palabras: estaban olvidadas. ¡Hacía ya tantos años que no había cumplido los cuatro párrafos fundamentales de nuestro Círculo, aun estando convencido de su santidad y de mi pertenencia a él como siervo fiel! Al observar mi desconcierto y mi profunda vergüenza, el Orador me dio unos golpecitos en el hombro, tranquilizándome. El Superior de los Superiores volvió a hablar. — Acusado y autoacusado H., ha sido usted absuelto. Un hermano que ha sido absuelto, luego de un proceso de esta índole, está obligado a entrar a formar parte del grupo de los Superiores y ocupar uno de sus asientos tan pronto haya sufrido un examen de fe y obediencia. Dejemos a la libre elección del hermano la prueba a que desea someterse. Contésteme el hermano H. a las siguientes preguntas: ¿Está dispuesto, como prueba de su fe, a domesticar un perro salvaje? Sorprendido por la pregunta, me tambaleé. — No, no podría — respondí impresionado. — ¿Está dispuesto, siguiendo nuestras órdenes, a quemar ahora mismo parte de nuestro archivo, tal como se lo indicará el Orador? El Orador se puso en pie, metió las manos en aquellos compartimentos tan bien ordenados y las retiró llenas de papeles, de cientos de papeles. Mientras yo le contemplaba horrorizado, él fue quemándolos lentamente en una estufa de carbón. — No — exclamé —. Tampoco de eso soy capaz. — Cave frater — gritó el Superior de los Superiores, dirigiéndose a mí —. Ten cuidado, impetuoso hermano. He comenzado con las pruebas más sencillas, para el cumplimiento de las cuales se precisa de una fe mínima. Cada prueba será más y más difícil. Conteste: ¿Está dispuesto a consultar la opinión de nuestro archivo sobre su persona? Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Pareció como si fuera a faltarme la respiración. Había comprendido: las preguntas se harían cada vez más difíciles. No había otra posibilidad que aceptar, o bien exponerse a tener que pasar por otra prueba aún más ardua. Respiré profundamente y contesté en sentido afirmativo. El Orador me condujo hacia la mesa donde se hallaban ordenados los catálogos; busqué y hallé la letra H, y revolví las fichas hasta encontrar mi nombre: primero el de mi antepasado Eoban, que también fue miembro del Círculo hace cuatrocientos años; luego leí el mío, que tenía la siguiente indicación: Chattorum r. gest. XV. civ. Calv. indif. 49. El papelito me temblaba en las manos. Entretanto, los» Superiores fueron levantándose de sus asientos, me estrecharon las manos y me miraron a los ojos, saliendo inmediatamente. La Gran Silla quedó vacía. Finalmente se me acercó el Superior de los Superiores, apretó mi mano, cruzó su mirada con la mía, sonrió humildemente y, sumiso, salió el último de la estancia. Me quedé solo con el papelito en la mano izquierda, dispuesto a consultar el archivo. Pero no tuve valor suficiente para dar en seguida el paso decisivo. En medio de la gran sala, contemplaba indeciso los departamentos, los armarios, las estanterías y las mesas, aquel conglomerado en el que podía encontrar todo lo que pudiera interesarme, todo lo relacionado con el viaje a Oriente y con nuestro Círculo. Lleno de temor, me entretuve un poco antes de dar aquel paso para la realización de la prueba. En realidad, mi narración del viaje a Oriente había sido ya condenada y enterrada antes de que estuviese terminada. Pero de todos modos experimentaba una creciente oscuridad. De uno de los archivos sobresalía un papelito. Me acerqué y leí: Morbio Inferiore. Ninguna palabra hubiera podido dar en el blanco de mi curiosidad como estas dos. Con un ligero palpitar de mi corazón, busqué el compartimiento indicado en el catálogo. Era un departamento lleno de papeles. Encima estaba la copia de una descripción del desfiladero de Morbio Inferiore extraída de un antiguo libro italiano. Luego, venía una hoja de papel en la que era mencionada la importancia que Morbio Inferiore había tenido para el Círculo. Casi todas las notas se referían al viaje a Oriente y especialmente a aquella etapa y a aquel grupo al que yo pertenecí. Nuestro grupo, así constaba allí, había llegado en su marcha hasta el desfiladero de Morbio Inferiore, siendo sometido allí a una prueba — la desaparición de Leo—, ante la cual no se había mostrado a la altura esperada. A pesar de que las leyes del Círculo seguían vigentes para tales casos, estando previsto que si un grupo se encontraba sin jefe, tenía que proseguir impertérrito su ruta — instrucción que ya nos había sido remachada antes de nuestra partida—, a pesar de todo, desde el instante mismo en que descubrimos la desaparición de Leo, perdimos la fe, empezamos a dudar y a discutir inútilmente; hasta que, al final, contraviniendo las prescripciones del Círculo, nuestro grupo se dividió en varias secciones, para más tarde disolverse totalmente. Esta explicación de la desgracia de Morbio Inferioré no podía asombrarme ya. Por el contrario, estaba sumamente interesado en el tema y continué leyendo lo que se decía sobre la división de nuestro grupo. Tres de los miembros que habían participado en la marcha hasta Morbio Inferioré, intentaron más tarde describir nuestro viaje y dar una explicación de los acontecimientos de Morbio Inferioré. Uno de ellos era yo; una copia de mi manuscrito se encontraba en el compartimiento. Presa de un sentimiento extraño, leí los otros dos manuscritos. Los otros dos autores describían el acontecimiento de manera muy semejante a la mía. Pero, a pesar de todo, qué diferentes sonaban en mis oídos. Uno decía: «La desaparición del criado Leo reveló la profunda desunión y desconcierto que existían en nuestro grupo, destrozó nuestra unión, indestructible, al parecer, hasta entonces. Algunos de nosotros supieron o presintieron en el acto que Leo no había sufrido ningún accidente, ni tampoco desertado, sino que había sido llamado en secreto por los Superiores. Ninguno de nosotros puede recordar sin vergüenza y arrepentimiento el fracaso de la prueba a que fuimos sometidos. Apenas nos dejó Leo, desaparecieron la fe y la unidad de nuestro grupo; fue como si se hubiera esfumado un buen espíritu del hogar, como si la sangre fluyera de nuestro grupo, por una herida desconocida. «Se produjeron las primeras desavenencias, se iniciaron las primeras discusiones violentas sobre cuestiones absurdas y ridículas. Me acuerdo, por ejemplo, de que nuestro apreciado director de orquesta, el violinista H. H., afirmó dé pronto que Leo se había llevado en su mochila la Carta del Círculo, el manuscrito del Maestro.. Durante días enteros discutimos esta cuestión. Desde un punto de vista simbólico, la afirmación de J. H., tenía cierta consistencia: era evidente que después de la desaparición de Leo, parecíamos haber perdido la bendición de nuestro grupo; se había esfumado el sentimiento de unidad. Un convincente ejemplo de lo que digo nos lo proporcionó aquel músico H. H. Hasta los días de Morbio Inferiore fue uno de los más fieles y creyentes miembros del Círculo, siendo muy estimado como músico, y, a pesar de algunas debilidades de su carácter, uno de los más fervorosos partidarios. Desde que, desapareció Leo, H. H. fue víctima de una depresión y una desconfianza crecientes, mostrándose cada día más negligente en su cargo, hasta llegar a transformarse en una persona meditabunda, nerviosa, insoportable, que de continuo andaba buscando cuestiones. Un día se retrajo en la marcha, y no volvió a reunirse con nosotros; había emprendido la huida. Desgraciadamente, no fue el único, y al final no quedaba nadie de nuestro pequeño grupo.» El otro historiador escribía lo siguiente: «De igual modo que con la muerte de César se derrumbó el Imperio romano, de la misma forma que la deserción de Wilson trajo el derrumbamiento del ideal democrático universal, así fue destruido nuestro Círculo después de los funestos días de Morbio Inferiore. Si se ha de achacar la culpa y la responsabilidad de este fracaso a alguien, entonces habremos de citar a dos de nuestros miembros, al parecer completamente inocentes: el músico H. H. y el criado Leo. Estos dos hermanos, hasta aquel instante dos de los más fervientes servidores del Círculo, aunque no poseían una gran comprensión del significado universal de nuestra gran idea, desertaron un día sin dejar rastro, no sin llevarse objetos de valor y documentos importantes, lo que hace suponer que fueran sobornados por poderosos enemigos del Círculo…» Aunque la memoria de este historiador se mostraba un tanto turbia y, no obstante su evidente buena fe, presentaba todo de un modo bastante distinto de como ocurrió en realidad, ¿dónde residía el valor de mis propias anotaciones? Si diez historiadores hubieran comentado los días de Morbio Inferiore, cada uno hubiese contradicho a los nueve restantes. No, no era necesario proseguir mis esfuerzos como historiador. Tampoco era necesario leer aquellos relatos; todos bien podían pudrirse en sus archivos. ¡Temblé a la idea de todo lo que podía aún saber en aquella hora. Cómo cambiaba, se transformaba y se descomponía todo al ser mirado desde puntos de vista diferentes, de qué manera más despectiva e inasequible se ocultaba la faz de la verdad detrás de aquellos informes. ¿Qué era lo que todavía era verdad? ¿En qué podíamos creer aún? Y, ¿qué sucedería cuando consultara el archivo sobre mi propia persona, sobre mi historia? Debía de mantenerme contra todo. De súbito, no pude resistir más aquella incertidumbre y aquella espera. Me dirigí al departamento Chatiorum res gestae, busqué mi ficha y mi número y hallé el compartimiento correspondiente a mi nombre. Era un pequeño cajón, pero cuando lo abrí no encontré ningún papel escrito dentro de él. No contenía nada más que una figurita una estatuilla de madera o de cera, de colores pálidos; una especie de ídolo bárbaro o de una divinidad pagana; una figura completamente incomprensible para mí. Era una fisura formada por dos, unidas por las espaldas. Durante un rato la contemplé desilusionado y asombrado. En aquel instante descubrí una vela metida en un candelabro de metal. La encendí; la figurilla quedó entonces completamente iluminada. Lentamente se me reveló su significado. Empecé a sospechar y a reconocer lo que trataba de representar. Aquella figurilla era yo mismo, pero aquel retrato mío aparecía indeciblemente pálido y débil, tenía los rasgos borrosos y ofrecía un continente débil en una actitud moribunda, una actitud sin la menor firmeza. Parecía una pequeña estatuilla a la que hubieran dado el nombre de «Fugacidad», «Putrefacción» o algo parecido. Por el contrario, la otra figurilla, la que estaba unida con la mía, era de colores y formas vigorosas, y al contemplarla más detenidamente reconocí que se trataba del criado Leo, el Superior de los Superiores. En aquel momento descubrí otra vela en el cajón, la cual encendí también. Ahora no sólo podía ver claramente las dos figuras, que pretendían representar a Leo y a mí, sino que podía contemplar el interior de ambas, pues sus superficies eran transparentes, del mismo modo como podemos mirar a través del cristal de una botella o de una copa. Y en el interior de las dos figurillas vi agitarse algo lentamente, muy lentamente, tal como se mueve una serpiente adormecida. Era un movimiento muy lento y suave, algo como un fluir ininterrumpido o como el fundirse de un metal. Del interior de la figurilla que intentaba representarme fluía o se fundía algo hacia la efigie de Leo, y comprendí que el conjunto se disolvería cada vez más en la figurilla de Leo: le nutría, le fortalecía. Con el tiempo, toda la sustancia de mi cuerpo fluiría hacia el de Leo, y sólo sobreviviría uno de los dos: Leo. Él crecería, yo sucumbiría. Mientras contemplaba y trataba de comprender todo aquello, recordé una conversación que sostuve con Leo durante los festivales en Bremgarten. Hablamos de que los personajes de la ficción son más vivos y reales que sus mismos creadores. Las velas se apagaron, me sentí dominado por un cansancio enorme y grandes deseos de cerrar los ojos, y me alejé en busca de un lugar donde poder reposar y dormir. FIN notes Примечания 1 Juego de palabras: Tan azul como la nieve — tan Pablo como Trébol.